LA URGENCIA MÁS DULCE

Por voluntad de un hada cruel, – creo que era Alcine o Mélandre, – una princesita, llamada Argentina, había sido llevada desde su más tierna infancia a una isla desierta. No perderé el tiempo en marrar cual fue motivo por el cual el hada se había decidido a tan despreciable acción, porque no importa demasiado y no serviría de nada a mi historia. Únicamente ustedes deben saber que la niña exiliada era muy desdichada en ese país sin habitantes. No es que fuese feo o siniestro; bien al contrario; allí abundaban las más bellas flores de la tierra bajo un cielo azul pálido en el que pasaban, como grupos de ángeles voladores, nubes blancas y rosas; pájaros vestidos de cien colores agradables deambulaban por las ramas siempre verdes, movidas por una brisa tan perfumada que la hubieseis tomado por el aliento de los claveles y las rosas en plena floración, y la mar, que llegaba, deliciosamente susurrante a morir en la orilla, aportaba, en lugar de conchas, perlas, diamantes, rubís, topacios, por millares, de modo que la arena parecía hecha de pedrerías. Cuando Argentina, por el placer de verse bien vestida en el espejo de los arroyos, se adornaba con grandes hojas o flores unidas una con otra mediante espinas, se ponía en los cabellos algunas de esas radiantes gemas, y reía, aunque tristemente, de encontrarse tan bonita. No era la soledad la que la hacía infeliz: arrancada del palacio de su padre siendo muy pequeña, no sabía que hubiese más seres vivos que ella, y por tanto no podía sufrir por estar sola ya que ignoraba que pudiese estarlo. No, lo que había allí terrible para la princesita, era que en su isla no encontraba nada que se pudiese comer. ¡Nada, nada, nada! Por todas partes, ramas con colores rojos y blancos en eclosión, pero ni una fruta, aunque fuese muy pequeñas, ni una fresa, ni una mora; y cuando Argentina, a la que el hambre apremiaba cruelmente, quería, a falta de alimentos como es debido, llevar flores a su boca o algunas hierbas, las hierbas y las flores, por un malévolo milagro, se convertían en pajarillos o en insectos que echaban a volar muy rápido. Sin duda estarán ustedes sorprendidos de que la pobre princesa no estuviese muerta al cabo de poco tiempo... Es que no se imaginan hasta que punto el hada era poderosa y astuta. Gracias a ella, Argentina, que sufría cruelmente la privación de alimentos, no corría peligro; y, cuando tuvo dieciséis años, hacía catorce que se moría de hambre sin morir nunca. Sus dolores, a decir verdad, ¡no podrían ser expresados! Nada la podía distraer excepto, raramente, el muy breve placer de mirarse, bien engalanada, en el agua que se estanca o fluye bajo los árboles. Todo el día, por la noche también, ella iba y venía, corría, se detenía, presionando con sus manos el pecho; algunas veces lamía las rocas, llenando la boca de agua de mar, trataba de masticar las duras piedras preciosas: Desgraciadamente, nada la calmaba, ¡nada engañaba su hambre! Era muy curioso que por las noches las pequeñas estrellas del cielo, que son caritativas, no llorasen al verla tan desdichada; sin duda el hada las había vuelto tan malévolas como ella. Y, a menudo, – no teniendo otro deseo que saciar su incesante apetito, no habiendo conocido nunca, aunque estuviese en edad de amar y ser amada, las ensoñaciones que turban a las señoritas más ignorantes de todas las ternuras, – Argentina, con los brazos elevados al aire nocturno, gritaba mirando a la luna que tal vez era buena para comer y le hubiese gustado morderla. Tanto penaba que finalmente el hada Alcinte, o bien el hada Mélandre, experimentó un remordimiento por la barbarie a la que durante tanto tiempo se había obstinado – las personas más malvadas tienen momentos de misericordia – y decidió liberar a su víctima de una tan horrorosa tortura; ordenó a alguien de su séquito descender a la isla con una gran cesta llena de los más bellos frutos del mundo. Cuando la princesa erraba, hambrienta, por la orilla, vio venir a un paje muy apuesto que llevaba, dentro del dorado mimbre, melocotones, albaricoques, ciruelas, uvas, higos y unas rojísimas cerezas. En el mismo instante que los vio adivinó que todas esas hermosas cosas serían exquisitas al paladar, y corrió, ávida, radiante, casi terrible, dispuesta a coger, a triturar, a probar. Pero cuando estuvo cerca el portador de las frutas, – ella no podía concebir lo que éste podía ser pues no conocía a ningún ser humano, – le pareció tan deliciosamente hermoso con sus cabellos rubios en bucles, sus tiernos ojos azules, sus frescas y sonroseas mejillas y sus labios más rojos que las cerezas, que se detuvo extasiada. ¿Acaso él también era bueno para comer como las cosas de la cesta? Tal vez... no del mismo modo, pensó; y lo miraba, y se encontraba feliz, aunque devorada por el hambre. ¡Finalmente se precipitó! pero antes de morder los frutos, ella lo besó en los labios.

Traducción de José M. Ramos
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