PEQUEÑAS LEYENDAS

 

LOS TRES CAMINOS

 

I

 

Tres chiquillas, – ¿chiquillas? ¡hum! ¡hum! Rosa tenía quince años, Rosette dieciséis y Rosine, esa anciana, iba a cumplir los diecisiete – se encontraron en el país de los sueños, en una encrucijada de dónde partían precisamente tres caminos. Tres viajeras, tres rutas. El azar tiene estas cosas.

–¿Vamos, Rosa?

–¿Vamos, Rosette?

–¿Vamos, Rosine?

Y resultó que, precisamente ese día, cada una de ellas había cometido la locura, – ¿locura? ¡quién sabe! Tolo el mundo está loco, incluso los más prudentes, todo el mundo es prudente, incluso los locos, – de dejar el habitáculo familiar en busca de aventuras.

Rosa era la hija de un gran señor. ¡Beso, arrodillado, el extremo de vuestro guante, Alteza!

Rosette era la hija de un rico burgués. ¡Creed señorita, en mis más respetuosos sentimientos!

Rosine era la hija del tabernero del pueblo. ¡Quitad vuestro zueco, querida, para que pueda coger de una inspiración esa ilusión de flor que emana de los dedos de vuestro pie desnudo!

 

II

 

Habían huido sin enamorados. No siempre en las partidas rápidas es necesario llevar consigo todo el equipaje. De modo que, al no tener guías, estaban muy desconcertadas para decidirse entre los tres caminos. ¿A dónde querían ir? ¡Hacia la Felicidad.

¡Por desgracia, ese es el lugar hacia el que camina la eterna caravana de las ilusiones humanas desde el primero de los días! Las tres viajeras permanecían muy perplejas.

–¿Y si elegimos, – dijo Rosa – lo que hay escrito en las señales indicadoras de los postes?

–Elijamos, – dijo Rosette.

Rosine dijo:

–Yo no sé leer.

En el poste del camino más largo estaba escrito lo siguiente: «Tomad este camino, señoritas de cabellos dorados dignas de una corona, que queréis conocer el orgullo triunfal de ser princesas y reinas!»

Rosa dijo:

–Mi elección está hecha. Adiós, pequeñas.

Sobre el poste de otra ruta, estaba escrito esto: «Venid por aquí, jovencitas a las que turba el deseo de las amorosas delicias, venid prestas las inocentes y bonitas que queréis saber, mediante la experiencia del beso, que gozo experimentan las flores bajo la estremecedora insistencia de una ala de mariposa.»

Rossete dijo:

–Mi elección está hecha. Adiós, señoritas.

Pero Rosine dijo:

–¡Esperad! Dado que no sé leer, explicadme lo que hay escrito sobre el poste del camino más angosto.

He aquí lo que estaba escrito sobre ese poste: «¡Créeme, niña que pasas! ¡ven por aaqí! ¡ven por aquí! No puedo decirte a dónde conduce mi camino; no lleva ni hacia la gloria ni hacia la ternura; y sin embargo soy el poste de la mejor de las rutas.»

–Pues bien, – dijo Rosine – ¡iré por ahí! ¡Buena suerte, amigas mías!

Pero antes de separarse, acordaron que regresarían al año siguiente, el mismo día, a la misma hora, a esa encrucijada para contarse sus aventuras, y verían quien de las tres había hecho la mejor elección.

 

III

 

Apenas hubo entrado en el glorioso camino, Rosa vio venir hacia ella una resplandeciente multitud de embajadores y cortesanos. Sería imprudente afirmar que todos eran guapos, pero tenían magníficos vestidos, escarlatas, violetas, rosas. Detrás de ellos, en unas cestas de oro trenzado, brillaban tales montones de piedras preciosas que se habrían podido confundir esas cestas con redes relucientes aún de luz, donde unos marineros del océano celestial, teniendo derecho a pescar en la Vía Láctea, hubiesen tomado los millones de estrellas titilantes! Y los embajadores, con los cortesanos, venían a pedir, para un ilustre monarca, la mano de la viajera Rosa. Ella concedió esa mano que siempre había tenido el deseo de portar un cetro; y sin ningún embarazo fue llevada del sueño a la realidad, entrando esa misma noche, bajo el ruido triunfal de las aclamaciones y las músicas, en el palacio del más grande rey del mundo. Ese rey tenía más súbditos que la recolecta de mil segadores de espigas cuando la cosecha es buena, un ejército que hacía temblar a mil ejércitos, todos los tesoros, todas las glorias – y una hermosa barba blanca.

 

IV

 

En el otro camino, Rosette no vio a nobles señores apresurarse a su encuentro, sino que percibió, hija de burgués, a un hijo de burgués que era un poeta desprovisto de cualquier tipo de talento; pues si lo hubiese tenido, hubiese estado ocupado en rimar sonetos y epopeyas en su habitación en lugar de esperar en el camino a las jovencitas que transitan. Además era encantador, pues tenía veinte años y estaba enamorado. «¡Ah! ¡Cómo te amo, y qué dulce es besar jóvenes labios un poco menos abiertos que las rosas nuevas¡ Sígueme en la misteriosa profundidad del bosque cercano, hacia las fuentes que sollozan como corazones demasiado sobrecargados de amor. ¡Sígueme, sígueme! Conozco un lugar solitario donde el deseo se eterniza. Pero si temes los bosques, te conduciré a mi casa, sobre la colina, y allí, solos, lejos de los hombres y las mujeres, estaremos radiantes mezclando nuestras miradas y nuestras bocas, ¡conoceremos el inefable éxtasis de ser amantes!» Y al escuchar esto, Rosette dijo:

–¡Ah! Claro que quiero. En el bosque si tal es tu deseo o en la casa si lo prefieres!

 

V

 

Rosine caminó mucho tiempo sobre el más angosto de los caminos, lleno de espinas y de molestos socavones. Nadie se encontraba ante ella, ni embajadores que imploran en el nombre de su ilustre soberano, ni enamorados que saben por donde se va hacia los bosques silenciosos y hacia las discretas casas nupciales. El día había caído y todavía no se había encontrado con ningún ser vivio. Toda la tierra estaba pálida bajo la triste luna. Entonces, – estaba cansada, tenía hambre, tenía sed, sus pies estaban martirizados por las piedras, – tras un sauce, surgió una larga forma blanca que la tomó entre sus brazos, unos brazos secos y duros; y una boca pálida que no se movía le habló como un eco lejano:

–¡Ven! ¡ven, soy aquella que no engaña! ¡soy la más dulce y la más fiel! ¡Soy la única amante o el único amante! Y te conduciré hacia un lecho frío, deliciosamente frío, sin pesadillas y sin sueños.

Rosine dijo:

–¡Qué miedo tengo!

Pero no se resistió al abrazo de aquellos dos brazos delgados con largas mangas pálidas.

 

VI

 

Sin embargo, transcurrido un año, – en el día convenido y a la hora acordada, – Rosa y Rosette no dejaron de encontrarse en la encrucijada de dónde partían los tres caminos. En cuanto a Rosine, tardaba; pero, sin duda llegaría pronto.

–Por desgracia, – dijo Rosa, – no contentan al corazón las triunfales glorias de los trajes y las fiestas. Una pronto se cansa de tener muchos súbditos obedientes y victoriosos ejércitos; y se aburre y se bosteza bajo el dosel del trono, cerca del esposo augusto quien, con real mano, acaricia su barba blanca.

Luego lloró, pensando que no había tomado la ruta adecuada hacia la Felicidad.

–Por desgracia, – dijo Rosette, – los más enamorados dejan de ser fieles algún día. ¡Después de breves alegrías se conoce el inmortal dolor! En el espejo todo se ve pálido al día siguiente de la primera traición, los labios que estuvieron tan rojos al día siguiente del primer beso, los perdones después del primer perdón no son el olvido de las traiciones: y es algo espantoso esperar por la noche, mucho tiempo, a la luz de la vela tan lenta y rápidamente consumida, a aquél que no regresará y si lo hace  es con la barba y los cabellos perfumados con la fragancia de una rival.

Luego lloró, pensando que no había tomado el camino adecuado hacia la Felicidad.

Mientras  Rose y Rosette se lamentaban, Rosine no llegaba. ¿Por qué faltaba a la promesa hecha? ¿Dónde estaba retenida? En esa cama tan fría, deliciosamente fría, sin pesadillas ni sueños, que se llama tumba, y allí se encontraba tan bien que no quería levantarse en absoluto.

 

 

 

CATULLE MENDES

Publicado en Gil Blas el 8 de febrero de 1887 

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

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