LAS RAZONES
DE COLETTE
La puerta se
abrió como bajo el empuje de una borrasca, y Ludovic, volcando las sillas,
profirió esta frase brutal:
–¡Colette, me engañas!
–¡Ay! – dijo Colette.
Y se vio tan turbada por ese exabrupto que, dejando a un lado su pudor habitual,
ni siquiera se acordó de abotonarse el camisón de la mañana. Sea cual sea la ira
que os posea, es difícil permanecer impávido viéndose hinchar, fuera de un velo
de transparencias, dos jóvenes senos donde madura una roseta puntiaguda; uno
puede parecerse, en semejante caso, a un niño que interrumpe su enfado para
deshacer un bombón en su paladar o para morder una fresa. Pero la dicha de un
minuto, y el placer que se encuentra en ello, no apaciguaron a Ludovic, y,
levantado su cara que se había puesto rosa, cerca de los labios, con un poco de
polvo de arroz:
–¡Me engañas! – repitió con un hermoso gesto trágico.
Como Colette es una persona que se adapta sin demora a las más intensas
emociones, respondió con una risilla:
–¡Eh! bien, sí, te engaño.
–¡Con Gontran!
–Con Gontran, si quieres. Hubiese preferido desde luego que no te enterases, así
habría podido llevar este asunto delicadamente hasta tomar todas las
precauciones capaces de mantenerte en una agradable ignorancia. Pero, puesto que
ya lo sabes todo, no tengo ninguna dificultad en admitirlo con la franqueza que
me caracteriza.
–¡Colette! ¡Incluso después de tu traición, no me esperaba semejante impudicia!
–Y yo no me esperaba tanta ingratitud.
–¿Ingrato?– exclamó Ludovic con un redoblar de ira.– ¡Cómo! Sin misericordia por
el más tierno amor, me sustraes el único tesoro que me es más querido…
–¡Eh! – dijo ella – se puede dar a uno todo sin robárselo al otro; compartir no
es reprochable.
–… Sin pensar en mis abnegaciones, en mi corazón que te pertenecía por completo,
has concedido la dicha a un rival, ¿y soy yo el ingrato?
–¡Sin duda! ¡sin duda! ¡El hombre más ingrato del mundo! puesto que no te has
dado cuenta del sacrificio al que me he resignado.
–¡Engañándome!
–Engañándote… ¡Ah! Ludovic, entérate, – aunque modesta como yo soy, me cuenta
alabarme a mí misma, – he de decirte que no he actuado pensando en tu bien.
***
A estas
palabras, la estupefacción del amante traicionado fue tan grande que perdió la
palabra y se dejó caer en un sillón, con los brazos oscilantes. Colette
aprovechó esta calma para acercarse, cariñosa, a Ludovic –¡ todavía olvidaba
abotonar el camisón! – y, acurrucada sobre unos cojines, poniéndole los codos en
la rodilla, le habló muy cerca, tan cerca que su aliento, a veces, le rizaba los
bigotes.
–Sí, ¡por tu bien, Ludovic! No tardarás en estar convencido de ello, si me
escuchas un instante sin emitir grandes gritos ni hacer grandes gestos.
El la miraba, siempre mudo de asombro.
–Veamos, – continuó ella tras un silencio, – ¿No es cierto que, desde la noche
en la que no te prohibí la entrada en esta habitación, no he dejado de estar
feliz y sonriente, sin malicia ni burla?
–Así es, – dijo Ludovic
–¿Así que jamás malvada, nunca colérica, y con la sonrisa siempre dispuesta a
convertirse en un beso?
–Si no fueses tan encantadora no te habría amado tanto.
–¿No te he prodigado todas las sumisiones y todas las complacencias? ¿No es el
sombrero que te gusta el que llevo de ordinario? ¿No le he dado a mi criada el
vestido cuyo color no te parecía bonito?
–Lo recuerdo – dijo Ludovic.
–¡Y no puedes olvidar mi obediencia! ¡Ah¡ Ludovic, tú eres un hombre temible;
incluso cuando me he dejado ir en tu favor hacia los extremos abandonos, todavía
no estás satisfecho; tienes unas exigencias que perturban la ternura mas
experta; ¿y cuántas veces mi pudor ha debido someterse a extrañas
condescendencias, – de lo que todavía me enrojezco. – para que no faltase de
nada a tus imperiosas delicias?
–Admito, – dijo Ludovic– que no tengo queja de las rebeliones de tu castidad;
incluso llegue a suponer que, en tus derrotas, compartías el placer de mis
victorias.
–¿Y de todo eso has concluido?...
–Pero…
–¿Tú has concluido, apuesto, que yo era una personita siempre de buen humor,
siempre humilde, siempre inclinada a las aquiescencias más excesivas?
Ludovic hizo señas de que sí.
-¡Pues bien!– exclamó Colette levantándose en un vivo movimiento de sedas y
muselinas, ¡estás equivocado, del comienzo al fin! Debes saber que en algunas
ocasiones, soy, –¡muy a menudo! – melancólica, y absolutamente rebelde a los
tiernos ruegos. Discuto, grito, me alboroto, padezco ataques de nervios, y, tras
haber troto los bibelots japoneses de la chimenea, ¡declaro que dormiré sola! Tú
creías que conocías a Colette; ¡ah¡ bien sí, o al menos, no la conocías del todo
completa. Y ahora, –añadió ella mirando a Ludovic con ojos enternecidos–, espero
que comprendas por qué he debido decidirme, yo que te adoro, –¡oh! ¡qué
sacrificio! ¡qué sacrificio! – a no rechazar a otro lo que tanta alegría te ha
dado a ti.
–¡Pero no! ¡pero no¡ ¡no comprendo! – dijo violentamente Ludovic.
–¿Tendré pues que explicártelo todo? – suspiró Colette sentándose sobre los
cojines, más desecha. ¿Es que no adivinas cual ha sido mi preocupación desde el
comienzo de nuestro amor? Sabiéndome mala como soy a veces, me decía que tú no
soportarías mis caprichos de niña mimada, mis desaires, mis frialdades. Para
corregir mis defectos, no hacía falta pensar; lo habría tratado en vano. Así que
te perdería pronto, y tú no conservarías de mi más que un amargo recuerdo! Era
un pensamiento que me torturaba. Había una Colette risueña, obediente, amorosa
para ti, que era digna de tu ternura; pero había otra mala, desdeñosa, cruel,
que no hubiese tardado en hacerse ver, y de la que habrías estado harto bien
pronto. ¿Qué hacer? Un solo medio se planteaba: reservar para tí solo, la
Colette encantadora, y desembarazarme de la otra – la insoportable –
entregándola a no importa quién. ¡Si tengo otro amante, Ludovic, es para
ofrecerte una dicha sin turbación y sin desilusiones! ¡Es para que tu amor jamás
se aleje de mi! Todo lo que te disgusta, lo posee otro, y tú te libras de ello.
Con Gontran, soy odiosa, nerviosa, imperiosa, celosa, llena de reproches y
rechazos, a fin de poder estar contigo – contigo solo – sonriente, sumisa, muy
sumisa, ¿no es así? ¡Ah, Ludovic, si fueses un hombre justo, reconocerías todo
el daño que me has hecho diciéndome crueles palabras y no pensarías, a partir de
ahora, en otra cosa que no fuese más que consolarme de esta espantos necesidad
de traicionarte, a lo que me obliga el interés de tu felicidad
***
Es probable que
Ludovic hubiese encontrado muchas cosas que replicar, si hubiese gozado en ese
momento de toda la libertad de espíritu deseable. ¿Pero, es posible hacer algún
discurso, o solamente reunir sus ideas en un orden lógico, cuando se tiene sobre
la frente, sobre los ojos, sobre la boca, unos bucles de cabellos de oro,
parecidos a unas llamas, que se deslizan, crepitando, iluminando la piel
radiante, y cuando el enloquecedor perfume de la feminidad exhala de los bellos
brazos sin mangas, levantados?
–No importa, – dijo él por fin, después de un largo silencio, no importa,
Colette, todas las razones no podrían satisfacerme; y con gran pena, me queda un
gran temor.
–Un temor? ¿cuál?
–¿No lo adivinas?
–No, dime.
–¡Bien! Tengo miedo de…
Le hablaba muy bajo, a los rizos del cuello.
Colette se echó a reír.
–¡Al contrario!– exclamó ella.– Pregunta a los pianistas si los clavecines
tienen menos sonidos de los que ellos quieren tocar.
Gil Blas 3
octubre 1884
Traducción de José M. Ramos González
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