NOEMIA

I

Cuando Noemia tuvo cinco años la hicieron partir sola en tren, no sin antes haberla encomendado a las ancianas que viajaban en el vagón de las damas, hacia la lejana y pequeña ciudad de provincias en la que vivía su abuela, una viuda más o menos pobre, de más de sesenta años. La chiquilla estaría mejor allí que en París donde los apartamentos son estrechos, donde el aire no es saludable para los niños. Además comería todos los días, no importaba si bien o mal, pero al menos comería; más adelante se la haría regresar, cuando vinieran mejores tiempos. El padre y la madre de Noemia eran una de esas parejas parisinas bien puestas, a veces elegantes, que los infortunios han desviado de los cauces regulares, sin medios de existencia, con oficios eventuales según se presentase la ocasión, que han olvidado de donde proceden, y, sin saber a donde van, actúan y se vuelcan, con la esperanza siempre decepcionada y siempre renovada de que lo conseguirán. ¿Cuando? Mañana. Mañana, desde luego, podrán descansar de los grandes esfuerzos en los que su actividad se dispersa, de no deber más ni a Dios ni al diablo, de no estremecerse a los sonidos del timbre, y ser igual a los burgueses, ahorrar, cenar a la hora en la que todo el mundo cena y dormir en paz. Llega mañana, al igual que los días anteriores; no pierden el valor, manteniendo el aliento por la necesidad, no teniendo tiempo para desesperarse. De la mañana a la noche el hombre corre a un lado, la mujer del otro, ¿buscando qué? Lo ignoran, – lo que encuentren; si se encuentran durante esa persecución encarnizada a lo desconocido se preguntan con una mirada a la que responden con un alzamiento de hombros y continúan la búsqueda; regresan tarde, – cuando regresan, – no se esperan para cenar de pie, en la esquina de la mesa sin mantel, algo que ha sobrado en un plato; luego vuelven a salir, él en traje negro, ella en vestido de noche, –esas vestimentas mundanas, jamás las empeñan en el Monte de Piedad, como un obrero no vendería sus herramientas, – pues tal vez los espere la ocasión en los salones de algún teatro o en uno de esos salones no clasificados donde se mezclan señoritas pobres, feas, con la nariz de judío, profesoras en el Conservatorio, hombres serios, condecorados con extrañas cintas, afiliados a las agencias matrimoniales, y esas mujeres de letras que escriben las reseñas de moda en los periódicos de anuncios. Además hablan alto, ríen, tienen espíritu, son jóvenes, están alertas y alegres, – ¡y espantosamente tristes, los miserables! A veces suele acontecer el nacimiento de un hijo. Entonces, se asombran. No están casados, – bien que un matrimonio anterior del amante o de la amante se haya opuesto a su unión legitima, bien que no hayan dispuesto todavía de todo el dinero necesario para la ceremonia nupcial, o bien porque se desprecian el uno al otro y que hubiesen querido conservar, en su infierno común, una posibilidad de evasión de la que nunca hicieron uso, – no casados, fuera de las costumbres comunes, sintiéndose excepcionales, este nacimiento, cosa normal, les parece absurda, contradictoria a su propia anormalidad. Diferentes de casi todos los demás en el orden social, les hubiese parecido lógico serlo también en el orden natural. Enseguida se contrarían. ¿Que hacer con ese hijo en su vida turbada y vacilante? Se abre una posibilidad: llevarla al campo. Pero, un día, después de muchos meses impagados, la campesina trae de vuelta a la criatura, enfermiza, delgada, con costras en los labios, lloroso, chillón; ellos lo miran agitando sus brazos y retorciendo su lengua en la mesa del comedor. Suceden días espantosos. Cuando tienen una criada, – en las raras semanas de suerte, – se sacan de encima el problema como pueden; la pequeña criatura, alimentada con biberón, queda de la mañana a la noche en una alta silla de la cocina, al lado del horno, más o menos vigilada; pero no pueden pagar por más tiempo los compromisos contraídos, a los criados que se van muy rápido. ¿Qué será del niño mientras los padres persiguen la inalcanzable oportunidad? La portera, mal retribuida, no siempre consiente en tomarlo a su cuidado. Incluso cuando ha crecido, incluso cuando comienza a caminar y a hablar, ellos, siempre ausentes, llevan consigo, entre sus inquietudes y preocupaciones, entre sus alegrías también, el reproche, el remordimiento de su aislamiento tras ellos; y las noches en las que se retrasan fuera del domicilio, el niño, mal acostado en la sala de baño, entre faldones sobre cuatro sillas alineadas, se despierta y grita despiadadamente, como esos pequeños perros de compañía de coquetas noctámbulas, que, dejados solos en el salón, ladran y lloran hasta el amanecer.

II

La abuela, envarada y seca, de aspecto duro,– sugiriendo la idea de un alto poste plantado en tierra donde se enrosca el verde lúpulo, y que queda de pie después de que desaparecen las flores y las hojas – acogió sin placer a la pequeña Noemia. No hubiese sido capaz de experimentar ternura por esta hija de su hija, casi olvidada, la que no había visto hacía diez años, que había marchado, antaño, con no importa quien, un parisino que pasó por la ciudad regresando de los Pirineos. Advertida con algunos días de adelanto de esta llegada, ella no hubiese dejado de responder que pretendía vivir sola; pero, por prudencia, no lo había escrito más que pocas horas antes de la partida de la niña; su repulsa hubiese quedado sin efecto; y, ahora, Noemia estaba allí, esperando no sabía bien qué, sobre el anden de la pequeña estación. «Vamos, ven» dijo la anciana dama tomándola de la mano. Atravesaron una gran plaza, caminaron una avenida solitaria bajo grandes plátanos. No hablaban; la abuela, con la cabeza erguida, caminando a grandes zancadas, muy firme, la pequeña trotando. Noemia, con cinco años y el alma todavía adormecida, no se daba cuenta de lo que ocurría; incluso no lloraba; se dejaba hacer con la pasividad de un animal con correa. El asombro del viaje, la sacudida de la novedad confundía lo poco que tenía de pensamiento; apenas se acordaba, en ese momento, de su padre, de su madre y de todo su corto pasado; salía de algo olvidado, para entrar en algo desconocido. ¿Tenía miedo? No, a causa de la inconsciencia. Solamente tenía frío aunque hiciese sol. En cuanto a la anciana, estaba completamente decidida a no modificar en ningún modo sus costumbres. Se le imponía la presencia de esta nieta; de acuerdo, lo aceptaba, no pudiendo hacer otra cosa; pero continuaría viviendo como había vivido desde la muerte de su marido, sola, indiferente a todos y a todo, sentada hasta el anochecer, sin leer ni coser, frente a una amplia ventana, con las manos en las rodillas, no preocupándose de otra cosa que la prolongación de sus días, haciendo transcurrir su vida en la inmovilidad.

III

Noemia no era más que otra cosa, apenas viva, en la casa de su abuela. Al no tener idea de que pudiese ser de otro modo, ella asumía sin resistencia la disciplina de callarse, de caminar en silencio, de levantarse a la misma hora, de las comidas a las mismas horas, de acostarse cayendo la noche. Pues, nunca, incluso e invierno, se encendía una lámpara. Si acudía a sus labios alguna palabra, o esa necesidad de reír que en los niños es, como en la flores, la imposibilidad de no eclosionar, sentía clavarse una mirada sobre ella, y no hablaba, no reía. Cualquier tipo de paseo estaba prohibido; ni siquiera una salida el domingo a la hora de la misa; pues la anciana consideraba que para la salud bastaba con renovar el aire manteniendo las ventanas abiertas, dos veces al día, durante un cuarto de hora, y además no era devota; estaba aferrada a la vida pero no perezosa para la muerte, no deseaba otra cosa que el reposo en el que el ser se conserva por la lentitud de las funciones vitales, oía transcurrir su vida, en la aquiescencia de las gotas tras las gotas, con el instinto sin duda de retardar la caída contándolas. En ese silencio, Noemia quizás pudiese haber olvidado el lenguaje si alguna vez no lograra escaparse de la sala, corriendo hacia la cocina donde arrojaba en un instante, como un chorro de agua, largo tiempo comprimido, una retahíla de palabras muy rápidas, con una sirvienta, no menos vieja que la otra, y poco habladora, pero que al menos no rehusaba escuchar. Esas explosiones de frases y de risas, junto a los hornos, o sobre la escalera mientras la criada hacía ir y venir la escoba sobre los escalones, eran las únicas alegrías de la niña. Pero pronto dejó de experimentar placer en ello; el ejemplo de no poder abrir la boca se le hizo un hábito. A menudo la puerta estaba entreabierta sin que aprovechase para huir, y a menudo con cierta satisfacción iba a tomar lugar, después de las comidas, enfrente a su abuela, situada ante la amplia ventana. De súbito se sobresaltaba porque había escuchado, a través del cristal, al algarabía de un tropel de niños que se perseguían en la calle, pero el deseo de mezclarse en esos juegos no se atrevía a despertarse en ella, a causa de la evidente imposibilidad de ser satisfecho; había llegado a pensar, cuando raramente pensaba, que era una criatura de una especie particular, a quien está prohibido lo que está permitido a los demás, que debía ser así, puesto que así era, y permanecía sentada hasta el anochecer, sin leer ni coser, bajo la mirada fija de la abuela.

IV

¡Cumplió dieciséis años! ni bonita, ni delgada, con pecas sonrosadas sobre su pálida piel demasiado lisa, así como la de los reclusos. Y nada se iluminaba ni vibraba ni se esparcía por ella. Era como un botón que se hubiese mojado en algún líquido corrosivo, y que, quemado, desecado, no podría brillar. Ni una sola vez siguió la mirada de algún joven que pasase; la costumbre de estar sola, siempre sola, impidió nacer en ella el instinto de lo dulce que sería ser dos. Su inocencia, ignorando todo, incluso el deseo de aprender, estaba hecha de la incomprensión inveterada de todo. Tenía la tranquilidad de lo que no es; no esperaba nada de la vida, no imaginaba que pudiese esperar nada, sino la continuación de ese silencio, de esa paz, de ese aburrimiento, ¡de esa muerte! Un día, su abuela, que ese día no se había levantado, la conminó para que subiese a la habitación del primer piso. Noemia quedó muy sorprendida. Cerca de la cama donde la vieja parecía dormir, pálida, con el cuerpo muy largo y muy tieso, se encontraban dos visitantes: uno era el médico, como lo supo más tarde; el otro al que conocía por haberlo visto dos o tres veces en la casa, muy mayor, ajado, con un rudo bigote canoso, con aspecto de un viejo militar. La vieja abrió los ojos. «Noemia, dijo, me voy, me muero. Nada se sabe de tus padres. Quedarías pues completamente sola si un hombre decente, – ella señalaba al visitante del bigote blanco,– no consintiese en tomarte por esposa. Cuando me muera, te casarás; serás feliz con él como lo has sido conmigo. Ahora, adiós; quiero morir en paz; baja y no hagas ruido.» Noemia se retiró. Había mirado apaciblemente al anciano. No había experimentado ningún tipo de rubor en la idea del matrimonio, ni un escalofrío con la idea de ese matrimonio.

V

Una vez finalizado el duelo, la predicción de la fallecida tuvo lugar; Noemia fue feliz con su marido como lo había sido con su abuela. Además se le ahorró el horror de ser la esposa de ese anciano. Sea por el pudor de una vana moral o bien porque la virilidad estuviese muerta en él, condujo a la esposada la noche de bodas a la habitación preparada para ella y allí la dejó sola tras haberla besado en la frente. Ella no se sorprendió habiéndose esperado eso, no habiendo temido ni esperado ninguna otra cosa. Luego, en un nuevo domicilio, transcurrió la vida con la monotonía y la taciturnidad de antes. Pasaron las semanas, los meses, los años, numerosos y lentos. Cuando el anciano murió, Noemia ya no era joven. Viuda, fue una mujer envejecida, sin otro futuro que un poco más de vejez cada día. Por lo demás, ningún cambio se produjo en sus costumbres si no fuese que regresó a vivir a la casa de su abuela. Allí vive todavía. Pronto cumplirá sesenta años. No habla, no sale, tiene las ventanas abiertas, dos veces al día durante un cuarto de hora, sentada hasta el anochecer, sin leer ni coser, frente a una amplia ventana, con las manos en las rodillas, no preocupándose de otra cosa que la prolongación de sus días, haciendo transcurrir su vida en la inmovilidad.

Traducción de José M. Ramos
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