EL ESPEJO
I
Érase una vez
un reino en el que no había espejos. Todos los espejos, los que cuelgan de las
paredes, los de mano y los que se llevan en el cinto habían sido destruidos,
reducidos a polvo por orden de la reina; si se hubiese descubierto el más
pequeño de los fragmentos en no importa qué domicilio, no hubiese dejado de
hacer perecer a sus moradores en medio de los más espantosos suplicios. En
cuanto a los motivos de ese extraño capricho yo puedo contároslo. Fea hasta el
punto en que los peores monstruos habrían parecido encantadores junto a ella, la
reina no quería exponerse a encontrarse con su imagen cuando iba por la ciudad
y, sabiéndose horrible, le resultaba un consuelo pensar que al menos los demás
no se veían guapos. Como bien podéis suponer, las jóvenes muchachas y mujeres de
ese país no estaban satisfechas del todo. ¿De qué sirve tener los ojos más
bonitos del mundo, una boca tan fresca como las rosas y ponerse flores en el
pelo, si una no puede observar ni su peinado, ni su boca ni sus ojos? En lo que
respecta a mirarse en los arroyos y en los lagos, olvidémonos; se había ocultado
bajo losas muy juntas los ríos y los estanques de la región; se extraía el agua
de pozos tan profundos que no era posible ver el líquido en la superficie, y no
en utilizando cubos donde habría lugar para el reflejo, sino en escudillas casi
planas. La desolación iban más allá de lo que uno se puede imaginar, sobre todo
entre las personas presumidas que en ese país no eran menos que en los demás; y
la reina no iba a compadecerse, sino por contra se regocijaba, de que sus
súbditas encontrasen tanto disgusto en no poder verse del mismo modo que ella
hubiese experimentado ira por todo lo contrario.
II
Sin embargo
había en el barrio de la ciudad una joven llamada Jacinta que era un poco menos
temerosa que las demás, a causa de un enamorado que tenía. Alguien que os
encuentra bella y nunca deja de decirlo puede ocupar el lugar de un espejo.
–¿Qué? ¿De verdad? – preguntaba ella –¿El color de mis ojos no tiene nada que
pueda disgustar?
–Son semejantes a zafiros en los que hubiese caído una gota clara de ámbar.
–¿No tengo la piel negra?
–Debéis saber que vuestra frente es más pura que la nieve; debéis saber que
vuestra mejillas son como dos rosas pálidas y al mismo tiempo rosadas.
–¿Qué debo pensar de mis labios?
–Que son parecidos a una frambuesa madura.
–¿Y mis dientes, por favor?
–Los granos de arroz, tan finos como ellos, no son tan blancos.
–¿No debería preocuparme por mis orejas?
–Sí, es inquietante tener entre los cabellos dos menudas conchas complicadas
como claveles recientemente eclosionados.
De ese modo hablaban, ella encantada, él más radiante todavía, pues no decía una
palabra que no fuese la verdad misma; lo que ella tenía el placer de escuchar
ensalzar, él tenía la delicia de verlo. Tanto era así que su mutuo cariño se
volvía más intenso cada hora que pasaba. El día en el que él preguntó si
consentía en tomarlo por esposo, ella se sonrojó, pero no fue de espanto; las
personas que al ver su sonrisa creyesen que ella se burlaba con la idea de decir
no, se hubiesen equivocado de cabo a rabo. Lo que es de lamentar fue que la
noticia del matrimonio llego a oídos de la malévola reina, cuya única alegría
era enturbiar la de las demás; y Jacinta, más que ninguna otra, era detestada al
ser la más bella de todas.
III
Un día, poco
tiempo antes de la boda, Jacinta se paseaba por el jardín cuando una anciana se
acercó a ella pidiendo limosna, luego, de pronto se echó hacia atrás con un
grito, como alguien que pisara un sapo.
–¡Ah! ¡cielos, lo que he visto!
–¿Qué os sucede, buena mujer, y qué es lo que habéis visto? Hablad.
–¡La cosa más fea de la tierra!
–Con seguridad no soy yo, –dijo Jacinta sonriendo.
–Por desgracia sí, pobre niña, sois vos. Hace mucho tiempo que estoy en este
mundo, pero jamás había encontrado una persona tan horrorosa como vos lo sois.
–¿Soy fea yo?
–Cien veces más de lo que se podría expresar.
–¡Cómo! ¿mis ojos?...
–Son grises como el polvo pero eso no sería nada si no bizqueaseis de un modo
tan desagradable.
–Mi piel...
–Se diría que habéis frotado con carbón vuestra frente y mejillas.
–Mi boca...
–Es pálida como una flor de otoño marchita.
–Mis dientes...
–Si la belleza de los dientes consistiese en ser largos y amarillos, ¡no
conocería otros más bonitos que los vuestros!
–¡ah! al menos mis orejas...
–Son tan grandes, tan rojas y tan peludas, bajo vuestros cabellos deshilachados,
que no pueden ser vistas sin horror. ¡Yo misma no soy bonita, y sin embargo
pienso que moriría de vergüenza si tuviese semejantes orejas!
Dicho esto la anciana – que debía ser alguna hada malvada, amiga de la malévola
reina – se fue de allí riéndose a carcajadas, mientras que Jacinta se dejaba
caer sobre un banco, entre dos manzanos, llorando a lágrima viva.
IV
Nada fue capaz
de sacarla de su aflicción. «¡Soy fea! ¡soy fea!» repetía siempre. Era en vano
que su novio le asegurase lo contrario, con los más grandes juramentos.
«¡Dejadme! mentís por misericordia. Ahora lo comprnedo todo. No es amor la que
sentís por mi, ¡es piedad! La mendiga no tenía ningún interés en engañarme; ¿Por
qué iba a hacerlo? Es que es cierto; soy fea. No concibo que podáis soportar mi
aspecto.» Para desengañarla él pensó en hacer venir muchas personas junto a
ella; cada hombre manifestó que Jacinta estaba hecha a propósito para el placer
de los ojos; incluso varias mujeres dijeron otro tanto de un modo un poco menos
tajante. Todo eso no hacía más que alterarla; la pobre niña se obstinaba en la
convicción de que era un objeto de espanto; «¡vos decís eso para embaucarme!» y,
como el enamorado pese a todo, la presionaba para que fijase el día de la boda:
«Yo, ¡vuestra esposa!, exclamaba ella, jamás! Os quiero demasiado para
entregaros algo tan espantoso como yo.» Podéis imaginar cual fue la
desesperación de ese joven tan sinceramente apasionado. Se arrojó a sus
rodillas, rogó, suplicó; ella siempre respondía lo mismo: «Que era demasiado fea
para casarse.» ¿Qué hacer? el único medio de desmentir a la anciana, de
demostrar la verdad a Jacinta, habría sido ponerle un espejo ante los ojos: Pero
no había un espejo en todo el reino; y el terror inspirado por la reina era tan
grande que ningún artesano consentiría en hacer uno. «Pues bien, ¡iré a la
corte!, dijo finalmente el novio. Tan bárbara como sea nuestra señora, no podrá
dejar de enternecerse por mis lagrimas y por la belleza de Jacinta; derogará,
aunque solo sea por algunas horas, la cruel ley de donde proviene todo el mal.»
No fue sin muchos esfuerzos como convenció a la joven muchacha para dejarse
conducir al palacio; no quería mostrarse siendo tan fea; y además, ¿de qué iba a
servir un espejo, sino para convencerla más todavía de su irremediable desdicha?
Sin embargo acabó por consentir viendo que su amigo lloraba.
V
– ¿Qué es esto?
–dijo la malvada reina. ¿Quiénes son estas personas y que quieren de mí?
–Majestad, tenéis ante vos al más deplorable amante que vive sobre toda la
tierra.
–¡He aquí una buena razón para venir a importunarme!
–No seáis despiadada.
–¡Eh! ¿Qué puedo hacer por vuestras penas de amor?
–Si permitieseis que un espejo...
La reina se había levantado, estremecida de cólera.
–Se ha atrevido a hablar de espejos – dijo rechinando los dientes.
–¡No os enojeis, Majestad, por favor! y dignaos a escucharme. Esta joven que
veis ante vos, tan fresca y tan bonita, ha caído en el más extraño error; se
imagina que es fea...
–¡Pues bien!– dijo la reina con una risa feroz,– ¡tiene razón! pues creo que
nunca vi objeto más espantoso.
Escuchando estas palabras, Jacinta creyó morir de tristeza. Ya no era posible la
duda, puesto que a los ojos de la reina, como a los de la mendiga, ella era en
efecto tan fea. Lentamente bajó los párpados y cayó sobre los escalones del
trono, pálida, con aspecto de muerta. Pero el amante, escuchando las crueles
palabras no se mostró resignado; exclamó violentamente que Su Majestad estaba
loca a menos que tuviese alguna razón para mentir de ese modo. ¡No tuvo tiempo
de añadir un apalabra más! Unos guardias lo habían agarrado con firmeza; y, a
una señal de la reina, alguien se adelantó; era el verdugo; siempre estaba al
lado del trono, porque se le podía necesitar en todo momento.
–¡Cumple con tu deber! – dijo la reina señalando al que la había insultado.
El verdugo levantó tranquilamente una largo espada, mientras que Jacinta, no
sabiendo donde estaba, tanteando el aire con sus manos, abrió un ojo
lentamente... y entonces sonaron dos gritos bien distintos uno del otro; un
grito de alegría, pues en el bello acero desnudo, Jacinta se había visto tan
deliciosamente bonita; y un grito de angustia, un estertor, porque la fea y
malvada reina entregaba el alma de vergüenza y de cólera al haberse visto en el
imprevisto espejo.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |