LA DICHA IMPOSIBLE

Cuando usted duerme – le dije – ¡que bonita debe estar! Es algo delicioso mirar sus ojos abiertos donde el sol ilumina unas estrellas, y su boca intensa como una rosa que eclosiona, y nada iguala sin duda el encanto de verla ir y venir por el salón, tanto con los lentos remilgos de una leona que merodea, tanto con los saltitos de pajarillo asustado que va a levantar vuelo. ¡Pero qué dulce debe ser también verla dormida en la pereza de sus cabellos dispersos, inmóvil y completamente blanca con los ojos cerrados!
–Es cierto – respondió ella – que durmiendo no debo ser una fealdad en reposo; estoy inclinada a creer que sería placentero ver temblar sobre mi mejilla la sombra de las pestañas sobre mis párpados cerrados.
–¡Bien! – continué yo – concédame la dicha, querida alma, de admirarla adormecida. Fíjese, la hora es propicia, usted está dulcemente cansada y el sol invernal, en la habitación donde crepitan los leños en el fuego, tiene calores de estío; acuéstese sobre este diván, profundo y mullido que tanto nos gusta; déjese deslizar en la tibia languidez de los sueños y duerma, con el batín entreabierto, mientras yo la observo.
Ella prorrumpió en carcajadas.
– ¡Tonto! – dijo.
–¡Cómo! ¿Se niega?
–Lo que usted desea es algo imposible.
–¿Imposible?
–Absolutamente. Nunca, nunca me verá dormida.
–¿Por qué?
–¡Eh! porque...
Ella lo atrajo hacia sí, le habló muy bajo, en el cuello, todavía con alguna risilla en sus labios.
–¡Eh! porque – dijo Coelia – allí, sobre el diván, en el calor tierno del saloncito soleado, yo aún no estaría completamente dormida, lánguida y cerrando los párpados, con el batín entreabierto, cuando usted ya me habría despertado!

 

Traducción de José M. Ramos
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