DÍAS DE SOL
XIV
Bajo la
camisa
La clara
jornada otoñal iluminaba todas las cosas, de modo que los campos, bosques, ríos
y el amplio horizonte parecían vestidos de un diáfano vestido dorado. Sobre el
camino encontré a un joven que estaba loco; al menos, en la comarca, pasaba por
tal.
–¡Qué buen tiempo hace! – dije yo para entablar conversación.
Él me respondió con un gran suspiro:
–A fe mía que la noche no es bella en absoluto.
–Usted se burla sin duda, pues apenas es mediodía, y nunca vi un sol más
luminoso.
Prorrumpió en carcajadas, amargamente, luego, siempre riendo:
–¡Ah! ¡ah! ¿Es que ha perdido la cabeza como los demás? Es realmente extraño que
se obstinen en pretender que es de día cuando las tinieblas envuelven la tierra.
¿El sol? ¿Cree usted verlo? Debería darse una ducha de agua fría, señor. ¡Hace
meses, años que he apagado el sol soplándole!
Yo pensaba: «Tienen razón, está loco,» y le dije:
–Cuénteme, por favor, en qué circunstancias provocó tan memorable catástrofe.
–Con placer, señor. En ese tiempo yo era el amante de la archiduquesa de
Visapour, y la adoraba con toda la pasión que se pueda imaginar, no porque fuese
la hija de un emperador muy poderoso, sino porque ninguna mujer ni ninguna diosa
la igualaban en belleza. Ahora bien, una vez, durante una tibia y
resplandeciente mañana, yo me paseaba con ella sobre el césped en el que todos
las margaritas que eran perlas que se abrían, y todas las azulinas que eran
zafiros dispersos, gorjeaban exquisitas canciones.
–¿Cómo? – exclamé yo, – ¿en ese césped florecían joyas-pájaro?
–En el mundo, – respondió– hay muchos espectáculos singulares que se escapan a
la rápida atención de los viajeros; si tuviésemos que elegir, lo conduciría a
unas tierras donde se ofrecen otros prodigios como el de una margarita que
gorjea como una urraca o una brizna de hierba sonora como una cigarra; pero,
¿para qué? Usted no verá esos milagros, ¡puesto que siempre es de noche! Así
pues, la archiduquesa y yo nos paseábamos sobre el césped, manteniendo una
conversación muy cariñosa, como acostumbran los enamorados; y, como estábamos
solos, como nadie, aparte de ella y yo, podía entrar en esa parte reservada del
parque imperial, me asaltó un violento y repentino deseo de ver desnuda, allí,
en la amplia y franca claridad, a la que yo no había nunca contemplado sin
vestidos salvo en la penumbra de la alcoba, donde languidecen las luces de las
lámparas. A causa del pudor que le era natural y que se había mitigado un poco
en nuestras queridas noches, mi amiga hizo las más serias objeciones a mi deseo,
alejándose, suplicando, agarrando con sus dedos rosados los broches dorados.
Pero la violencia de mi deseo no se iba a detener con tan frívolos obstáculos.
Aparté las pequeñas y frágiles manos, desabroché, desgarré las detestables telas
que me sustraían la maravilla del más precioso de los tesoros, y pronto todo el
vestido no fue, entre la hierba, más que un montón de satenes y de bordados
dispersos; veía el blanco esplendor de los hombros y la palidez grasa, un poco
rosa en los codos, de los brazos. ¡Quería ver más todavía! La ropa interior,
hecha de seda y totalmente abrochada con botones, se rompió bajo la apresurada
furia de mis uñas; yo debía tener el aspecto de un gavilán que despluma una
paloma. ¡Finalmente, la archiduquesa de Visapour me aparecería en el radiante
estallido de su desnudez! Pero no. Bajo la ropa interior, había una camisa. ¡Oh!
muy ligera y diáfana, de batista con encajes más finos y más claros que los
vahos matinales; y desde luego se revelaban incomparables encantos a través de
esa vaga transparencia; incluso adivinada, bajo una redonda colina de nieve, el
cáliz dorado de un lis rosado. Pero, por poco velo que fuese, era demasiado velo
aún: con un solo gesto le quité la camisa que salió volando con el viento; y,
más bella que los recuerdos de Endimión besado en la boca por la diosa nocturna,
más bella que la más perfecta de las tres inmortales ofrecidas a la admiración
perpleja del Pastor hijo de rey, surgía al sol, como una augusta estatua viva,
¡la archiduquesa de Visapour!
–Eso debió ser – dije yo – un delicioso espectáculo; tenía usted un buen motivo
para declararse satisfecho.
–No lo tuve, – exclamó el joven loco con voz salvaje,– no, ¡no lo tuve! Ese sol
que me la mostraba, también me la ocultaba, poco, pero me la ocultaba. ¡Ella no
estaba completamente desnuda! La caricia de los rayos, sobre ese cuerpo adorado,
era una especie de vestido; vestido de luz, impalpable, menos que el aire, menos
que un reflejo de llama, ¡nada! No importa, pero era un vestido. No pude
soportar la idea de que mi amante estuviese todavía vestida; e, incorporándome
sobre la punta de los pies, con la boca hacia el cielo, furioso, ¡apagué el sol
de un soplido!
Escuchando esas palabras, no pude impedir hacer observar a ese joven que
actuando de ese modo había sido un poco imprudente; ¡qué diablos! No se suprime
así la claridad del día; él no era el único que estaba sobre la tierra; habría
debido pensar en tantas criaturas y cosas que, al desaparecer el astro,
sufrirían, se marchitarían y morirían miserablemente. ¡Ah! ciertamente, antes de
soplar al sol, habría debido pensarlo dos veces.
Entonces el pobre amante comenzó a llorar con grandes sollozos.
–¡Qué pena! ¡Qué desgracia! Si hice mal, – dijo, – ya he sido cruelmente
castigado, pues no he vuelto a ver, ni jamás volveré a ver a la archiduquesa de
senos rosas, ¡que ahora viste la sombra de una eterna noche!
XV
El mejor
regalo
Un poco de oro
fluido se deslizaba a través de las aberturas de las ventanas, atravesaba las
cortinas, e iba a poner una caricia clara sobre la colcha de satén amarillo
estampada de pesadas flores de perlas.
–Marión, – dije yo, despertando con un beso a la que duerme demasiado, – puesto
que hoy es el aniversario del día en que viniste al mundo para solaz de los ojos
y para humillación de las flores, procede que te haga un regalo.
–¿Un regalo? Desde luego, quiero un regalo,– dijo – pero, ¿qué regalo me ofrece
usted? Hable.
–¿Deseas, querida amiga, que te ofrezca mi corazón?
–Vaya ocurrencia de bromista. Resulta usted poco pródigo ofreciéndome algo que
ya me pertenece.
–¿Prefieres que coja para ti una rosa del jardín?
–¡Bah!, rosas, ¿piensa usted que me faltan? No lo creía tan ciego hasta el punto
de ignorar la eglantina que florece en mi seno, toda roja sobre la nieve.
–¿Aceptarías que te regale ese chorro de luz dorado que pasa a través de las
ventanas?
–¡Tengo en mis cabellos todo el sol que necesito! Además, usted sabe muy bien
que bajo la curva de mis hombros se estremecen y se ensortijan dos tupidos nidos
de rayos.
Yo estaba perplejo.
–¡Lástima! – dije – no soy más que un pobre intérprete de viola, que mendiga por
los caminos, y al que rara vez le dan una pequeña limosna. Desprovisto de todo
como estoy, querida mía, ¿Qué cosa no tienes que pueda regalarte?
–¡Eh! busca – dijo ella riendo muy bajo, un poco girada, bajo sus cabellos
revueltos.
Yo buscaba, me rompía la cabeza en vano. Entonces ella, riendo siempre, repetía:
«¡Oh! ¡qué tonto! ¡Oh! ¡qué tonto!» Pero, pronto, tuvo que dejar de reír, y yo
le hice el regalo que ella quería, mientras que unos trinos de pájaros, por las
aberturas de las ventanas, entraban en la habitación al mismo tiempo que el sol
de esa mañana de amor.
XVI
La nube
Tumbado entre
la hierba, con la cabeza dirigida hacia el cielo, en la pereza deliciosa, no
solo dormido, sino soñando, fumaba con los ojos medio cerrados. Lo que contenía
mi pipa no era tabaco de Francia ni de Oriente. No, yo tenía allí mis recuerdos
y mis esperanzas, los besos de ayer, los besos de mañana, todos los
pensamientos, aquellos que no se realizarán, y los que tal vez se realicen,
estando mi alma obstinada en las quimeras; y de la pipa salía un humo que subía,
que subía, se expandía, se vaporizaba, ya no estaba. Yo me decía: «¡He aquí pues
en lo que se convierten mis sueños!» Luego, melancólicamente, me abandonaba, me
dormía. Cuando volví a abrir los párpados, el cielo, soleado por el glorioso
mediodía, brillaba triunfalmente; unas nubes en el azul claro, se elevaban
purpuras y doradas. Una de ellas, menos magnífica, más suave, un poco rosada, un
poco pálida, y tan ligera, atraía sobre todo mi mirada. Subía suavemente pero
con decisión. Yo la seguía con los ojos y el pensamiento en su ascensión hacia
las paradisiacas glorias del sol; y la amaba, ¡la amaba! Pues comprendía, sabía
que esa pequeña nube estaba hecha del humo de mi pipa, del humo de la pipa donde
yo había puesto mis recuerdos y mis esperanzas, mis sueños, ¡toda mi alma!
Publicado en Gil Blas el 13 de septiembre de 1887
Traducción de José M. Ramos González. Noviembre 2013
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