EL CORAZÓN DE BALBINA

Un viejo mendigo se acercó con su saco vacío al hombro, y mientras yo lloraba me preguntó con enternecida voz:
–¿Qué haces aquí tú solo en el lindero del bosque, muchacho melancólico, y por qué fluyen tus lágrimas sobre las violetas y el césped sorprendiéndose de ese tibio rocío?
– Lamentablemente, buen pobre – respondí yo – ¿de qué me serviría contaros la causa de mi pena? No podríais ayudarme; mi dolor no es de los que puedan consolarse.
–Yo sé muchas cosas habiendo vivido muchos días; cuando me digas lo que te aflige, mis consejos tal vez no te resulten tan inútiles como piensas.
–Sabed pues, viejo mendigo de los caminos, que soy el hijo de un poderoso monarca que tiene su reino muy cerca de aquí, al otro lado de la colina, y que amaré hasta el último de mis días a una joven campesina, más bella que todas las princesas, que iba a lavar la ropa a la fuente que hay detrás del palacio de mi padre. Una mañana del mes pasado nos encontramos Balbina y yo, – no fue por casualidad, – en el linde de este bosque, justo en el lugar donde ahora lloro; ella se sentó en la hierba, yo me senté muy cerca de ella, y hablamos de amor mientras las golondrinas revoloteaban y saltaban de rama en rama a nuestro alrededor. Me sería imposible decir hasta que punto me sentía feliz; Balbina me amaba tanto como yo la amo; me permitía tener entre sus frágiles mano las mías estremecidas y temblorosas; mientras nos declarábamos nuestro amor sus labio rozaban los míos, de modo que nuestras palabras, mezcladas apenas proferidas, eran como el gorjeo de dos pajarillos picoteándose de un extremo al otro de dos nidos que se tocan. ¡Ah! ¡qué cariñosa era, y qué clemente me resultaba su corazón! Sin embargo pasaba el tiempo. Como el sol calentaba cada vez más, Balbina tuvo sed y me rogó, señalándome con el dedo la cantimplora incrustada de pedrerías que cuelga de mi cintura, que fuese a buscar un poco de agua a la fuente del bosque. Me resultaba odioso tener que abandonar a mi amiga pero me era dulce obedecerla. Me apresuré a través de las ramas, espantando a los pájaros, pinchándome con los espinos; pero por muy diligente que fuese, mi ausencia no duró menos de un largo cuarto de hora, pues la fuente estaba bastante alejada, allá abajo, entre las rocas, y, cuando estuve de regreso... –¡ah! ¡buen pobre! ¡buen pobre! ¡qué cosa terrible! – cuando estuve de regreso, no vi a Balbina. Había desaparecido, – desaparecido tal vez para siempre; pues, desde hace más de dos semanas la busco y la llamo en vano. Tal es mi aventura, viejo mendigo de las rutas; esa es la razón por la que lloro desconsoladamente; y vos no podéis hacer nada por mí, a menos que sepáis lo que ha sido de la joven campesina que venía a lavar la ropa detrás del castillo de mi padre.
– Precisamente lo sé – dijo el anciano.

II

Como me quedase observándolo con atención, sospechando que fuese un genio disfrazado de pobre, como se encuentran frecuentemente por los caminos, él continuó hablando:
– Conoce la verdad, príncipe melancólico. Apenas la habías dejado para ir a buscar agua, cuando Balbina, un poco cansada, se durmió sobre la hierba. Fue una gran imprudencia. Su aliento, más fragante que todos los perfumes, tentó al viento que pasaba, y el viento lo tomó. Como hablaba en sueños pronunciando tu nombre, un ruiseñor se apoderó de la voz que tenía en los labios, con un aleteo. ¡Al ver su blancura de nieve dos palomas se celaron y se la robaron! Una gavanza pálida, que quería ser rosa, encargó a dos mariposas que fuesen a traerle el rojo eclosionado de la boca de la niña; y fue hecho como había deseado la gavanza. El sol, que miraba a la dormida, reconoció que tenía los cabellos más dorados y más claros que todos sus rayos, y para ser más luminoso robó a mediodía el oro de la cabellera despeinada en el césped. El cielo pensó: «Falta ya poco para que acabe el día; esta noche estaré orgulloso de tener, entre mi sombra azulada, las estrellas que duermen bajos los párpados de Balbina» Y, no sé cómo, el cielo se apoderó de la mirada de tu amiga. Luego otros seres, otras cosas, la despojaron todavía más; y, finalmente, cuando regresaste del bosque, llevando un poco de agua fresca en la cantimplora incrustada de pedrerías, ya no quedaba nada de Balbina en el desierto lindero del bosque.
–Mi desgracia es pues grande a más no poder – exclamé sollozando – pues nunca podré volver a ver a mi amada, dispersa ahora en toda la naturaleza.
Pero el anciano me dijo:
–Nada es imposible para aquellos que aman de verdad; ve, busca, reclama, implora, obtén de los ladrones que restituyan los tesoros dispersos; cada vez que recuperes un encanto de Balbina, mételo en este saco que te entrego; y cuando contenga todas las bellezas que echas de menos, vacíalo sobre la hierbas de un solo golpe. Volverás a ver a la joven campesina que iba a lavar la ropa en la fuente del jardín real.

III

Dificilmente se podría concebir toda la pena que tuve que dar para hacer entrar en razón a los autores del latrocinio. El viento respondía que, al no tener el aliento de Balbina en su soplido, no se creería digno de rozar la boca de las mujeres jóvenes ni el cáliz de los capullos de rosa. «Si devuelvo su voz, objetaba el ruiseñor, nadie me escuchará en el silencio de las largas noches veraniegas.» Las palomas decían: «Seremos como negros cuervos si ya no tenemos su blancura nívea» Y la gavanza: «¡Bah! volverse pálida como una mejilla marchita!» en cuanto al sol, para sustraerse a mis instancias, tomó la decisión de ocultarse tras una nube con el oro robado, y ese día la noche se hizo mucho más tarde que los demás días, porque el cielo tenía miedo que se reconociesen las estrellas que él había robado. Pero yo no me desanimaba ni por las negativas, ni por las respuestas evasivas; acabé por obtener la plena y entera restitución, y vacíe sobre la hierba el saco lleno de Balbina.
¡Volví a verla!
No, entre todas las palabras que los hombres pronuncian, no hay ninguna que sea capaz de expresar cuales fueron mi alegría y mi dicha.
–¡Ah! ¡querido tesoro, más precioso por haber sido perdido! – exclamé cayendo de rodillas – ¡es cierto entonces que estás aquí, que te contemplo, que te toco, que te oigo! Ven, sígueme, huyamos juntos hacia soledades tan profundas que ningún celoso pueda seguirnos, y allí te poseeré toda, sin temor al viento ladrón ni a las palomas ladronzuelas.
Pero Balbina, con aire de asombro, dijo:
–¿Quién sois vos que me habla de ese modo? Creo no haberos dado el derecho a hablarme en esos términos; y mejor haríais dirigiéndoos a otras muchachas, pues por lo que a mi respecta, no tengo ningunas ganas de seguiros a las soledades ni a ninguna otra parte, y el amor no entra dentro de mis anhelos.

IV

Tal fue mi dolor escuchando esas palabras que sin duda me hubiese arrojado a un río que discurría cerca de allí, si el viejo mendigo de los caminos, salido de una cuneta, no me hubiese dicho, reteniéndome:
–Ya veo lo que ocurre. Había olvidado decirte que el corazón de Balbina, como lo demás, le ha sido sustraído.
–¿Por quién? ¡Decídmelo, por favor!
–Por un lobo que pasaba buscando aventuras y que atrapó ese corazón joven, tierno, rosado y apetitoso.
Apenas espere a que el pobre acabase de explicarse para adentrarme en el bosque vecino donde merodean las bestias salvajes. La luna iluminaba un amplio claro; allí, vi muchos lobos que aullaban hacia el pálido astro. Corrí hacia ellos y les dije:
–¡Por piedad, si uno de vosotros es quien lo lleva, devolvedme el corazón de mi Balbina!
–Y en mi voz había tanta suplicante ternura que esas feroces bestias no pudieron impedir conmoverse.
–Espera, espera, gruño un viejo lobo, que tenía pelos grises en su salvaje pelambrera. Recuerdo una aventura que tiene alguna relación con lo que dices. ¿No se trata de un joven corazón, fresco, bonito y vivo, que palpitaba una mañana, hace ya algunas semanas, sobre la hierba del lindero?
–Sí – grité yo jadeando de esperanzas. –¡Devolvedmelo, buen lobo!
–¡Te lo devolvería! Desde luego que consentiría, pues tu desesperación me emociona. Pero ¿qué he hecho de ese corazón? – continuó el animal con aspecto de estar pensando – ¡Ah!, ya recuerdo. Parecía tan tierno que lo reservé para la comida de mis lobeznos; me han asegurado que jamás habían comido nada tan deliciosamente delicado.

V

Por desgracia, no he dejado de amar a Balbina, puesto que ella ha recobrado el perfume de su aliento y la canción de su voz, la nieve de sus senos, el rosado de su boca, su cabellera de sol y sus miradas de estrella. Pero me rechaza y no quiere escucharme, tan bonita y tan cruel; y mi tormento jamás tendrá fin, pues los lobos han comido el querido corazoncito que tenía.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes