LA CONVERSA

Hay en el sur de Francia una ciudad muy silenciosa y taciturna, donde la vida parece estancada, sin pasiones, sin sobresaltos, no parece más alterada que el agua de un canal de orillas siempre iguales. Es una calma ficticia. Esos nobles de rancio abolengo, encerrados en sus casas blasonadas, esos rentistas que, usando sus días en metódicos ocios, dedican sus tardes para ir a pasear por la misma calle donde la hierba crece; esos tenderos, ocupados en una labor que nunca varía, abriendo y cerrando a las mismas horas, con un mismo gesto, los escaparates de sus tiendas, – personas serias, valientes, de apacible nobleza u honesta burguesía provinciana, – conservan en ellos la llama de un fanatismo hereditario, implacable. En el barrio nuevo, los carteles teatrales, el lujo de algunos bazares, los letreros dorados de los tres cafés a donde acude la tropa del acuartelamiento, ponen una nota de vida parisina, divertida, agitada e irónica; pero eso no es la verdadera ciudad; descended hacia el río: el silencio comienza a invadir poco a poco las calles más angostas y el umbral de las tiendas sin clientes; raramente se ven abrirse las puertas de los garajes de los viejos palacetes; unos muros muy altos, muros de convento, prolongan su fría uniformidad; no lejos de una antigua iglesia donde las estatuas de santos en sus nichos elevan los brazos cuyas manos faltan, se erige, cuadrada, entre ocho o diez arbustos regularmente espaciados sobre un césped muy bien segado, la cruda blancura de una capilla protestante; ni un ruido de voz sorprende: por todas partes se tiene una impresión de paz infinita, de eterna soledad, al igual que en las necrópolis; los transeúntes de esas calles podrían ser fantasmas. Pero, detrás de esos tranquilos muros, persisten las antiguas cóleras de las guerras religiosas. El católico, soñando por la noche, tras las oraciones, en la justicia de la sangre de San Bartolomé, no conoce, evita y aborrece al calvinista lleno de un deseo de represalias; el mercero que acude al predicador detesta al tendero que va a misa. Al viajero que está de paso por esa ciudad le queda un recuerdo de ciudad adormecida, de un buen asilo abierto a las almas cansadas, una sensación de extinción, de abandono, de reposo definitivo. Una noche, cuando yo pasaba ante la catedral con un viejo protestante en casa del cual había alquilado una habitación, mi compañero, el más pacífico de los hombres, se alteró de repente, y, mostrándome uno de los vitrales de la iglesia, iluminado por la claridad interior de los cirios y cuyo reflejo enrojecía las murallas vecinas sobre las aceras y el pavimento, exclamó: «¡Sangre!; ¿no diría que eso es sangre?» Luego, subiendo el tono de voz, dijo: «¡Ruego al cielo que toda la sangre de los papistas se derrame así sobre la tierra y lave los pecados del mundo!»
El Señor de Herdigné, el último hombre de una familia hugonote que se enorgullecía de diversos héroes mártires, vivía en una de las más antiguas casas de la ciudad. Era un hombre de unos cincuenta años aproximadamente, muy delgado, con el rostro huesudo casi sin labios y con los ojos inyectados en sangre que se iluminaban con una llama roja bajo unas espesas cejas rizadas. Tenía aspecto de un viejo luchador, descarnado, seco, curtido, dispuesto a batallar todavía. Hablaba poco, con voz de mando, hacía gestos breves, caminaba a tirones que hacían dificultosos sus movimientos. Aunque fuese de aspecto pasablemente adusto y se preocupase poco de mostrarse afable, era estimado por los nobles y los burgueses protestantes, admirado sobre todo a causa de su ilustre abolengo, de la austeridad de sus costumbres y de su fanática adhesión a la religión reformista. Su fervor ardiente era sincero; había heredado de sus antepasados, soldados religiosos, una fe brutal y siempre obediente, como una disciplina. Ocupado en lecturas devotas, – en una amplia sala de estanterías negras, llenas de infolios, – no salía más que para asistir a los oficios y no recibía a nadie; pero los consuelos que encontraba en el ardor de su fe bastaban para hacerle soportar sin desfallecimientos el tedio de la solead; encontraba el olvido del mundo en duras e incesantes prácticas religiosas; y, por la noche, a menudo despertado por la mano del Señor, se dedicaba a hablar en voz alta en el silencio de la casa, pronunciando palabras de maldición y cólera, anunciando, con la voz de un profeta, ¡la ruina de Babilonia! Sin embargo llegó un día en el que ese duro devoto, solamente interesado en la causa del cielo, mostró un corazón conmovido y conoció la sonrisa; fue cuando se le llevó a su hija, una niña llamada Esther, que había pasado sus primeros años con una pariente en el campo. Por mediación de los dos criados que la atendían, se supo que el hombre se había puesto a llorar viendo a la pequeña, tan encantadora con sus cabellos claros en bucles y su voz tan delicada como el canto de un pajarillo, – pequeña imagen viva de la esposa que él había perdido. Poco a poco fue cambiando de carácter al ir ablandándosele el corazón. Hizo cosas que jamás antes había hecho. Algunas veces, cuando el día era hermoso, abría la ventana; las personas que pasaban podían ver, alzándose en la punta de sus pies, al padre y la hija jugar, saltar y reír juntos, a pleno sol, entre los infolios desperdigados. Desde luego su piedad no había sido disminuida por su ternura; él proseguía de un modo infatigable sus estudios sagrados y el espíritu de profecía no había dejado de visitarlo; y, como antes, – debiendo y dando ejemplo, – frecuentaba con asiduidad la residencia del Señor. Pero ahora no solamente salía para ir a los oficios; se le veía por el Paseo con la pequeña Esther, inclinado hacia ella, llevándola de la mano, contemplándola, sonriéndole, adorándola, apartando con un bastón que él tenía, los guijarros que hubiesen podido lastimar los bonitos pies de su hijita. Al regresar se detenía en la gran plaza, en la juguetería; y provocaba una gran ternura en las madres viéndolo extasiarse cuando Esther le tocaba las mejillas con sus manitas y le daba besos en la barba para agradecerle una cocinita o una muñeca.
A decir verdad, él se encontraba con malas personas entre los católicos, que cuchicheaban viendo eso, apartándole luego la mirada con aspecto de burla. Antaño se había hablado mucho de la señora de Herdigné, parisina bastante extravagante que había escandalizado la ciudad con sus vestimentas y sus aventuras; las malas lenguas, ayudadas por buenas memorias, recordaban que un oficial de la guarnición de entonces, – un poco menos de un año antes del nacimiento de Esther, – se había mostrado muy asiduo junto a la joven esposa; incluso se llegaba a pretender que la niña se parecía de un modo asombroso a ese militar.
Pero el Sr. de Herdigné parecía no hacer reparado en esas viles palabras al igual que no había escuchado, sin duda, las maledicencias de antaño; el arisco hugonote, padre tierno, continuaba comprando cocinitas y muñecas a su bonita pequeña.
Pero a pesar de las ventanas abiertas, Esther se aburría mucho en la vieja casa; para una niña que se va a convertir en una muchachita, no son distracciones suficientes los paseos por la Avenida a la hora de la música. Además, el Señor de Herdigné, siempre grave a pesar de su cariño, no tenía una conversación muy divertida; cuando había contado ampliamente las persecuciones de los que habían sido víctimas los seguidores de su religión, tras maldecir a la Babilonia papal, y profetizar la caída de la iglesia católica, no sabía decir otra cosa; si Esther bostezaba un poco después de cenar él le preguntaba: «¿Quieres que te lea la historia de Tobías o la de los Macabeos?» De modo que la niña – por buena hugonote que fuese, – no habría tenido más remedio que marchitarse de tedio, si no le hubiese ocurrido algo completamente extraordinario. Una noche, en el momento de meterse en la cama, observó sobre la mesa un libro que nunca había visto, elegante, dorado, ¡y que era una historia de la Santa Virgen y de todos los Santos! Apenas leyó el titulo rechazó el volumen, asustada. ¿Quién se había atrevida a llevar a la ortodoxa casa de su padre esa obra peligrosa, perversa, infame, esa antología de las más absurdas y pecaminosas supersticiones? Quiso llamar, enfadarse, decir: «¡Arrojadlo al fuego!» Pero el libro entreabierto mostraba un bonita estampa: un ángel con alas níveas que se inclinaba hacia el vestido, tan azul como el cielo, de una joven con la cabeza aureolada de un fino círculo de oro. La chiquilla no pudo impedir mirar, curiosa, feliz, miró más, pasó una página, otra página, admirando, leyendo, leyendo más, siempre, hasta que entró una pequeña blancura entre las cortinas de la ventana, cuando Esther sintió cerrarse finalmente los parpados de sus ojos maravillados. Y después de esta aventura, – puesto no había novelas en la biblioteca paterna, no, ni siquiera Paul y Virginia, – leyó todas las noches la historia de la Santa Virgen y de todos los Santos.
Diez años más tarde, la señorita Esther de Herdigné tomó los hábitos en el convento de las Carmelitas. ¡Se produjo en toda la ciudad un rumor extraordinario! Triunfo de los católicos, consternación de los protestantes. Pero el sentimiento que dominaba en éstos últimos era de una profunda compasión por el desdichado anciano que, tras toda una vida de devoción a la buena causa y de ardiente piedad, veía a su adorada hija escapársele, escapársele para siempre, ¡puesto que ella prefería el infierno! Se imaginaban las angustias que debían torturar a ese corazón paternal y cristiano. Se sabía, por las indiscreciones de los criados, con qué ruegos y amenazas, el Señor de Herdigné había combatido la diabólica vocación de su hija; se había arrastrado a las rodillas de la joven, e incluso, en un arrebato furioso de su desesperación, la había golpeado, haciéndola sangrar, pero siempre encontraba en ella esa resistencia; ¡nada había prevalecido contra el Tentador! Y, ahora, entre el incienso y el son de los órganos, bajo las inútiles imágenes que soñaron los paganos, se perpetraba el irremisible crimen.
No obstante, todos convenían que el Señor de Herdigné, algo tenía que reprocharse en este horroroso acontecimiento; al principio había mostrado demasiada afectuosa indulgencia hacia su hija, a la que se había visto arrodillada dos o tres veces en una iglesia; sobre todo se había equivocado, – tres años antes, – abandonando su casa familiar para ir a vivir precisamente cerca de un convento cuyas religiosas habían podido con facilidad comunicarse con la muchacha gracias a la proximidad, confundirla, inducirla a la tentación; ¿Por qué extraño capricho, – sin razón aparente, – había abandonado la residencia de sus antepasados? Pero, ¡cómo expiaba cruelmente sus imprudencias!, y ¿qué desgracia podía compararse a la suya? Cuando la puerta del convento se volvió a abrir después de la ceremonia, para dar paso al Sr. de Herdigné, – él había querido asistir a la toma de hábitos, esperando tal vez algún supremo arrepentimiento de última hora, – cuando éste caminó por las calles a lo largo de los muros, avergonzado, titubeante, igual que un hombre ebrio que lleva un fardo, recibía a su paso saludos que se compadecían, tristes sonrisas con inclinaciones de cabeza; amigos que le estrechaban las manos, queriendo darle ánimos. Él se alejaba, cabizbajo, con sollozos. Pero cuando entró en la casa, cuando se encontró solo en la sala tanto tiempo testigo de sus piadosos trabajos y de sus éxtasis sagrados, entonces, levantando la cabeza, un estadillo feroz de alegría se produjo en su mirada: «¡Alabado sea Dios!, gritó, ¡está condenada!»

Traducción de José M. Ramos
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