EL CONFESIONARIO
I
– ¡Lila!
–¡Colette!
Se besaban, no dejaban de abrazarse, mezclando las sedas, los encajes, los
mechones rizados, ¡todo! pues pensad que un año entero, ni un día menos, sin
verse, constituía para ellas la más agradable sorpresa encontrarse de ese modo,
por una loca y encantadora casualidad, en ese sendero florido y soleado, no
lejos de un gran castillo antiguo con cuatro torres almenadas que, por feo y
desapacible que resultase hacia algunas personas mayores, no podía dejar de
sonreír entre los rayos de sol matutino y los gráciles vuelos de las
golondrinas. ¿Cómo era posible que Colette, inveterada parisina, se encontrase
en un paraje verdaderamente campestre? Hacía tres días que vivía en compañía de
un pintor – un tal Silvére Bertin – en esa abundante soledad rodeada de hermosos
paisajes; y, mientras el artista pintaba algún árbol caído a través de un claro,
ella había ido a pasearse por la planicie, porque se aburría en el albergue. En
lo que respecta a Lila, su presencia en esa comarca no tenía nada de particular,
puesto que era la dueña del viejo caserón de las cuatro torres almenadas.
–Sí, monina, la propietaria.
–¡Tú!
– Y una gran dama.
–¡Tú!
–Y casada.
–¡Oh! ¡Espero que no me digas que eres fiel a tu marido!
–Le soy fiel –dijo Lila con sencillez.
Colette miraba los prados, los árboles, el cielo.
–¿En qué piensas? – preguntó Lila.
– Me pregunto por qué el césped no es rosa, y las hojas violetas, y el cielo de
color ocre; pues, a fin de cuentas, después del milagro de tu conversión, todos
los cambios son posibles.
Prorrumpieron en carcajadas. Pero Lila dijo con gravedad:
–Seamos serias. Es cierto que soy la más irreprochable de las esposas. Y me
congratulo cada día por la honesta vida a la que me he resignado. ¡Ah!, querida,
¡qué falsos son los placeres del mundo, y que pronto se desdeña su turbadora
vanidad, cuando se han conocido los austeros encantos de la virtud y de una
religión bien entendida!
– ¡Misericordia!
– ¿Qué?
– ¡También te has vuelto devota!
– Recibo con humilde gratitud las enseñanzas de un joven sacerdote que oficia en
nuestra parroquia.
– ¡Excelente!
–Querida, hazme el favor, te lo ruego de no tener esos malos pensamientos y ser
más discreta con tus palabras. No podría permitir que se sospeche de mi
modestia, ni la del venerable religioso...
–¿Qué edad tiene?
– Veinticinco años... los del venerable eclesiástico que ha querido tomarme como
su penitente. Si persistes en tus frivolidades, me veré obligada a renunciar a
una idea que, debido a nuestra vieja amistad, me resultaba muy apetecible.
–¿Qué idea?
–Teniendo en cuenta que mi ejemplo tal vez te animaría a retirarte del pecado en
el que todavía te veo instalada, quisiera invitarte a pasar algunas semanas en
mi castillo.
Colette reflexionó.
–Por supuesto –exclamó jubilosa – ¡Silvère regresará solo a Paris! ¡Claro que
quiero! ¡Me quedo! ¡Llévame!
Y allí, como dos niñas traviesos que charlan y ríen – pues, con su amiga de las
fútiles momentos, Lila, a pesar del matrimonio y la devoción, volvía a recordar
sus alegrías de antaño, – se pusieron a correr hacia la señorial residencia.
Pero, desde el preciso momento en que pusieron los pies ante el porche, la dueña
del castillo adoptó la compostura más grave del mundo; no hubiese sido
conveniente que entrase con sus bonitos aires de locuela en el antiguo
habitáculo de damas y caballeros donde se habían celebrado los himeneos de sus
antepasados.
II
¡Colette no
salía de su asombro! y éste se redoblaba minuto a minuto. La baronesa de
Cléguérec – tal era el nuevo nombre de Lila – se mostraba realmente la más
ejemplar y la más austera persona que pueda imaginarse. Siempre vestida de
negro, raramente levantando la mirada, caminando silenciosamente, con andares de
monja, – no conservado más que un poco de extravagancia en sus rizos que
permanecían ajenos a la radical conversión, hablaba con voz monótona y como
acostumbrada a las oraciones, no decía más que cosas serias y con sentido común,
tenía el aire de una pequeña señora de Maintenon. Intachable con el Sr. de
Cléguérec, viejo hidalgo majestuoso, recibía con hospitalidad las visitas de los
vecinos del lugar, presidía con un donaire, rebosante de dignidad, las largas
cenas casi silenciosas donde no se hablaba de otra cosa que no fuera la próxima
visita del obispo o de la Cuaresma, que sería oficiada en el pueblo vecino, por
un famoso dominico. Pero sobre todo, cuando el joven vicario, muy seguro de si
mismo y sin embargo un tanto demasiado corpulento, se encontraba entre los
invitados, la baronesa Lila se destacaba por la modestia de su actitud y su
lenguaje; se adivinaba que quería merecer la aprobación de su director
espiritual. Colette, aunque poco crédula a las apariencias – había repudiado
finalmente toda sospecha, y estaba convencida de que su amiga no veía en efecto,
más que un venerable eclesiástico en el joven sacerdote que tan buen aspecto
tenía; y hete aquí que comenzaba a admirar a Lila profundamente. Incluso se
esforzaba en imitarla. Se obligaba a contenerse, a lo que tan poco acostumbrada
estaba, adoptaba poses de santurrona, no parecía demasiado fuera de lugar entre
las personas a las que la baronesa la presentaba como una vieja compañera del
convento, muy piadosa, que quizás tomase los hábitos. Colette, vencida, no
estaba muy lejos de imaginar que, un día, tal vez pronto, ella sería
completamente igual a Lila, le gustaría serlo. Sin embargo, una mañana,
experimentó una auténtica inquietud: fue al ver los aposentos particulares de la
baronesa de Cléguéreec. Desgraciadamente eran tristones y nada parecidos a la
coqueta habitación de antaño en la calle Saint-Georges. Con la cama estrecha,
estrechísima, los cortinajes sombríos, un gran crucifijo de ébano, y
reclinatorios por todas partes, daba la impresión de estar en un oratorio donde
se acostase una arrepentida que quiere encontrarse, incluso en el sueño, en un
lugar propicio para la oración.
–¡Caramba! –dijo Colette suspirando – ¿Has tenido el valor de no conservar los
muebles bonitos, ni las figuritas de cerámica, ni los recuerdos casi todos tan
queridos, ni los espejos, ni el diván con los cojines de seda tan tiernamente
arrugados?
–He tenido el valor – dijo Lila. – Al principio conservé el mobiliario de mi
habitación, pero enseguida me di cuenta de que era un motivo de escándalo para
el barón, e incluso para mi; y he debido deshacerme de él.
– ¿Lo has vendido?
– No, lo he dado.
– ¿A quién?
– ¡A Dios! – dijo Lila elevando hacia el techo sus pequeños ojos iluminados por
la fe.
III
No mentía: Era
a Dios a quien había dado el mobiliario encantador y fútil. Cuando al día
siguiente – un domingo – las dos amigas entraron para cumplir con sus devociones
en la iglesia del pueblo, aun desierta a causa de la tan temprana hora, Colette
reconoció sobre el altar las delicadas lamparillas japonesas que tan a menudo,
en la habitación o en el salón, habían visto, con una suave claridad, apagarse
las luces de ojos languidecientes. Esos espejos que, en sus marcos de palomas
agrupadas, colgaban de los pilares encima de las estaciones del vía crucis,
habían devuelto la imagen de bocas unidas y brazos enlazados. ¡La cortina rosa
con la que se cubría el gran vitral sin pintura, había ocultado repetidas veces
los tiernos y sutiles misterios de la alcoba. Colette no podía confundirse: la
alfombra de las escaleras hacia la santa mesa había sido la moqueta estampada
que fue tan mullida para las rodillas de otros tantos jóvenes prendados! Incluso
el baptisterio recordaba extrañamente al gran jarrón de porcelana de Yeddo donde
Lila tenía la costumbre de arrojar las cartas de amor recibidas cada mañana, las
flores desprendidas, después del baile, de su blusa, los guantes que, durante
los valses, eran objeto de demasiadas ardientes presiones. Y, por todas partes,
entre los cirios, antes las estatuas de los santos o de los beatos, se hallaban
tarjetas de baile, bomboneras, violeteras y abanicos abriendo su ala de nieve
arrugada.
Piadosa como comenzaba a serlo, Colette no pudo más que aprobar el sentimiento
que había impulsado a su amiga a santificar, consagrándolos al Señor, tantos
objetos tan alejados, en el pasado, de tal destino. Sí, aprobó que las
elegancias del amor mundano fuesen ofrecidas en sacrificio al amor divino, ¡que
la iglesia fuese engalanada con el salón convertido! y se disponía a felicitar a
la baronesa de Cléguérec cuando de repente, con un acento de reproche y casi de
pavor, exclamó:
–¡Oh! ¡Lila! – dijo echándose un paso hacia atrás.
–¿Qué sucede? – preguntó la otra.
–¡Has ido demasiado lejos!, has sobrepasado los límites, sí, realmente creo que
te has extralimitado.
¿Qué había observado Colette? El confesionario.
¡Era de madera de Chipre incrustada de nácar! Emanaba de él un perfume que no
solamente era el olor del incienso! Sin ninguna duda había sido hecho con la
cama de la cortesana arrepentida.
–Reconozco – dijo Lila no sin rubor – que esas planchas no están completamente
en su sitio en este lugar sagrado, y dudé mucho tiempo antes de ponerlas ahí. Me
parecía poco conveniente que se diese la absolución donde tan a menudo triunfó
el pecado, por desgracia. Mi primera intención fue vender mi cama y distribuir a
los pobres la suma que obtuviera de la transacción. Pero habría conseguido muy
poco dinero, porque no estaba en buen estado al haberse roto.
–¿Roto?
–Sí, por una fatal casualidad en los primeros tiempos de mi estancia en el
castillo. Llena de incertidumbre, consulté a mi confesor.
–¿El vicario?
– Él resolvió mis dudas de inmediato, afirmando que esa ofrenda sería
infinitamente agradable al cielo.
–¡Qué!
–E incluso me ordenó hacerla sin demora, en interés de mi salvación y de la
suya.
–¿Cómo? ¿De la suya también? ¿Por qué?
Estaban solas en la iglesia. Lila se acercó a Colette, se acercó mucho, y le
susurró al oído:
–¡Eh!, tonta, –dijo con una risita divertida – ¡porque lo habíamos rotos juntos!
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |