AL GALOPE
La noche, en la
ladera del monte, sobre la carretera descendiente, en un ruido torrencial de
ramas que se rompen y piedras que ruedan, los amantes cabalgaban al galope de
sus caballos presas del pánico, ¡desbocados!, y en con el aliento entrecortado
por la velocidad, no cesaban de hablar:
– Nos alcanzarán – dijo él.
– No nos importa – dijo ella.
–Si nos matan, ¡tanto mejor!
–¡Oh! sí, sí, que nos maten.
–No, no nos matarán.
–¿Por qué?
– Saben que vivir sin ti...
–¡Oh! ¡desgracia!...
– Me sería más cruel que morir contigo...
–¡Oh! ¡morir juntos!
–Y tu marido nos respetará la vida...
–¡Por desgracia!
– A tí, porque te ama.
–Yo lo aborrezco.
– Y a mí, porque me odia.
Se callaron en el redoblado ímpetu de la huida.
–¿Tú crees – dijo ella – que nos queda alguna esperanza?
– Ninguna.
– ¿Ni un refugio?
– Ninguno.
–¿Y viviremos sin vernos?
–Jamás.
–¡Bien! ¡Muramos!
–¡Ah! eso quiero – exclamó él.
– Escucha. Al lado de esta carretera...
–El precipicio se abre, enorme, espantoso.
–¡Hunde bien las espuelas!
–Sí.
–¡Más aprisa! ¡más aprisa todavía!
–Si.
–Y precipitémonos los dos...
–Después de tu último beso
–Tómalo.
–En la muerte.
Entonces el caballo del amante se arrojó al abismo. Pero ella, la hábil amazona,
de un violento golpe de bridas, al borde del precipicio, detuvo su montura cuyas
patas temblaban, e, inclinándose bajo las estrellas, miró con una sonrisa al
hombre despeñarse de roca en roca tendiéndole los brazos.
Traducción de
José M. Ramos
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