AGUA QUE
QUEMA
Como tenía
fiebre, la cruel fiebre de amores, el pobre enamorado decidió bañarse en el río
tan fresco y tranquilo que discurría entre cantos rodados.
Le habían dicho:
«Dado que sufre usted sin cesar y sin esperanza, y ya que tiene en su corazón,
en su mente y en sus labios, los calores el eterno deseo esquivo, conviene que
se introduzca y permanezca un buen rato en esa agua; pues tiene la virtud de
apagar los incendios de la pasión desde tiempo inmemorial; y varios, que no
estaban menos enfermos que usted, se han encontrado muy bien. Es algo que todo
el mundo puede contarle en la comarca. »
Entonces se dejó llevar de la orilla al río. Pero apenas se introdujo en el
frescor de las olas, sintió sobre todo su cuerpo como un abrazo de brasas, como
si lo cubriera una llamarada. ¡Huyó a través del llano! Sentía la quemadura en
la piel por todas partes, lo devoraba, lo consumía. Jamás había padecido un
dolor tan insoportable.
Como por la noche se quejase a aquella que no lo amaba, ésta le dijo:
«Yo sé por qué. Resulta que un día, pasando cerca de ese río, dejé caer una de
las florecillas que adornaban mis cabellos.»
Traducción de
José M. Ramos
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