Blanco y Negro, 1 de septiembre de 1900

 

EL LIBRO DE LA CONDESA

Risus et dolore miscebitur.

 

Sus manecitas enguantadas pasaban con agilidad de un rimero a otro de libros, desdeñando los ejemplares sin haberse enterado aún de lo que rezaban las cubiertas. Oliverio Montoya, que estaba cera del mostrador, atento a lo que hacía la muchacha, halló divertida y pueril aquella pretensión de adivinar el contenido de un libro por el mero tacto de las manos. Es curioso – pensó – ese procedimiento de sondar con los dedos en el alma de cada escritor.

Luego sus ideas tomaron otra orientación. ¡Qué primor de criatura! ¡Qué bonita y qué distinguida! Y la contempló un rato con la ensoñadora codicia que despierta el ser femenino en ciertos hombres. La admirable proporción de sus formas revelábase en el talle grácil y flexible. Era alta, ligeramente morena, con ojos oscuros de vivo mirar, nariz correcta y una boca hecha para decir desdenes. Vestía con airosa modestia hábito del Carmen y un sombrero a la moda, limpio de requilorios y cintajos. En suma: un primor de mujer y un dechado de buen gusto.

–¿Te decides por algo, Dolores? preguntóla con familiar impaciencia una señora que estaba conversando con el dueño de la tienda.

–No; por hoy, no. Lo que he visto no me gusta. Otro día veré las novedades.

En aquel punto, uno de los rimeros de libros, el más cargado, se vino abajo con estrépito. pareció como si las almas de los novelistas que habían escrito aquella páginas tan ingenuamente desdeñadas por la señorita, hubieran querido protestar. Bourget, Daudet, France, Loti, D’Annunzio y Maupassant debieron deplorar desde las entrañas de sus libros el no haber penetrado en los gustos de aquella damita que juzgaba de las novelas por el tacto.

Oliverio Montoya no quiso marcharse mientras las dos mujeres le precedieran. La más joven, bonita y distinguida, gallarda y frívola, le interesó de veras. No se qué misteriosa entrada franquea una mujer para acaparar en pocos minutos el alma de un hombre.  Se encuentran los ojos, se invaden mutuamente los pensamientos respondiendo a un mismo deseo, se aproximan los corazones, y el milagro del amor se afirma. ¿Cómo? ¿Por qué? Nadie lo sabe. Vamos a ciegas por las encrucijadas de la vida, implorando simpatías, ávidos de calor fraternal. De vez en cuando el destino que parece, por lo burlón, el Aristófanes de la eternidad, nos depara el encuentro circunstancial de un ser, y le amamos; le amamos sin cálculo, buenamente, santamente, con la espontánea ternura que florece en la juventud. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Lo justo sería asociarnos inmediatamente a la vida de aquel ser, mezclarnos en sus costumbres, invadir su intimidad, pero se oponen a ello mil razones que todo el mundo respeta. Y la persona amada, la que nos desperezó el alma cuando vegetábamos en la indiferencia, la criatura preferida que acaso nos hubiera hecho felices a vivir cerca de nosotros, echa por otro camino, se nos va, se nos escapa. Somos como viajeros que cambian de línea en cada estación para no encontrarse nunca. Y en los ratos de recogimiento, que son como el novenario que se impone el alma por la muerte de algo querido, lloramos a solas sobre la felicidad entrevista y frustrada, sobre nuestros fugitivos ensueños...

Como las dos damas se dispusieran a salir, Oliverio Montoya se aproximó a la puerta so pretexto de conversar con el dependiente, que estaba ocupado en restablecer el orden en los rimeros de novelas que había deshecho la señorita.

–¿Quién es ese ciclón con faldas que se les ha metido a ustedes en la librería? preguntó en voz baja al empleado.

–La condesa de X. Es bonita, ¿verdad?

Oliverio Montoya prefirió callar antes que el dependiente entreviese en una respuesta demasiado viva la impresión que la había producido la gentil muchacha. Era discreto y reservado e incapaz de fiar a nadie confidencias del corazón. Limitóse a inclinar la cabeza en señal de asentimiento, y se abstuvo de emprender otras pesquisas acerca de la damita. Viendo que ésta y su acompañante se aproximaban, Oliverio Montoya quiso, porque no le sospecharan curioso y entrometido, justificar su entrevista con el dependiente.

–Paco – le dijo en voz alta, –¿me hará usted el favor de pedir a París L’Amitié Amoureuse?[1] Es un libro que leí, presté y no me lo han devuelto. Se lo atribuyen a una linajuda señora parisiense que tuvo amores con un escritor. Es libro confidencial, tierno y muy mundano...

La condesita, picada de curiosidad, se interesó por el libro.

–Pídalo usted para mí también, dijo sencillamente aproximándose al grupo que formaban el dependiente y Oliverio Montoya.

Aquella recomendación petitoria que coincidía con la suya, produjo en el joven, no el vano placer del que ve compartidos sus gustos y sus aficiones, sino la íntima y secreta satisfacción del que imagina haber sembrado algo suyo en el alma de la mujer preferida. ¿Sería aquello fatuidad? Oliverio Montoya, que era sincero hasta en reconocer sus propios defectos, atribuyó a su emoción más puro y desinteresado nacimiento. Sentíase ufano de haber influido, siquiera fuese temporalmente, en los gustos literarios de una dama hermosa y distinguida; de haber despertado una curiosidad espiritual en aquella cabecita gentil y frívola que acaso no viese más en los restantes días de su vida. ¿Sería aquel libro un vínculo, el nexo de dos simpatías, de dos recuerdos sentimentales?

–Cuando lo lea pensará en mí, se dijo Oliverio Montoya con ingenuidad. Y una vez leído aquel libro cuyas páginas transpiran la serena amargura de unos amores que desenlazó la muerte, me deberá una emoción, y quizás, me otorgue una palabra de reconocimiento, murmurada a solas y en silencio...

Cuando Oliverio Montoya se despidió del librero, hacía minutos que había arrancado el coche que se llevaba a la condesita. En el tumultuosa vaivén de vehículos y personas, el joven acertó sólo a distinguir, allá lejos, la pluma de un sombrero, que ondeaba el aire con gallardía victoriosa.

 

Manuel Bueno

Dibujos de Estevan

 

 

Publicado en el Blanco y Negro (Madrid), el 1 de septiembre de 1900, pág 15-16.

Fuente y propiedad: hemeroteca del ABC

Digitalizado en el presente formato por J. M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant

 

 


[1] L’Amitié Amourese fue escrito por Hermine Lecomte du Nöuy. El estilo es epistolar: un cruce de cartas entre una dama de la alta sociedad y un escritor. Muchos han sido los que ven en este libro una relación amorosa entre la autora y Guy de Maupassant. El libro se encuentra traducido al español en este sitio web, sección “textos completos. Lecturas auxiliares” (Nota de J. M. Ramos)