Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 14 de abril de 1928

 

GUY DE MAUPASSANT

Recuerdos personales

 

No dudamos de que muy pronto volveremos a escuchar hablar de Guy de Maupassant: semejante escritor no puede permanecer por largo tiempo en el olvido. Que sea caprichosamente abandonado durante algunos años, no podrá demorar su renacimiento en la memoria de aquellos que lo han tratado. Ejemplo: Le Destin tragique de Guy de Maupassant, tal es el título de este patético libro que publica hoy el Sr. Pierre Borel – a quien debemos las Mémoires de Marie Bashkirtseff – y mientras nosotros conocemos algunas revelaciones de cosas ocultas en secreto, volvemos a ver a Maupassant tal como lo conocimos, desde sus inicios literarios hasta las tristes horas que precedieron a su declive.

Todavía estaba en plenitud de gloria cuando me lo encontré, hacia las seis de la tarde, saliendo de una oficina de correos del bulevar Malesherbes.

–Estoy furioso – me dijo – La Señorta Bashkirtseff me escribe carta tras carta y me obliga a venir a buscarlas a vuelta de correo. Ahora bien, ya he tenido bastante. No la conozco. ¿Qué quiere de mí? ¿Acaso piensa en un encuentro galante? Si es así, que lo diga. Yo no tengo tiempo para aventurarme en una comedia sentimental.

En esa época, Marie Bashkirtseff, en efecto, estaba muy activa. Tenía talento, lo sabía y no dejaba pasar ninguna ocasión de ponerse en evidencia para alimentar su publicidad personal. La confidencia de Maupassant no me sorprendió, me explicaba muy bien la curiosidad de su corresponsal. Maupassant estaba de moda, ofrecía cenas femeninas, quiero decir que invitaba periódicamente a una serie de mundanas en su casa, en la calle Montchanin, y esas cenas, muy comentadas, debían excitar la envidia de la joven y encantadora rusa que se había movilizado para conquistar París.

–¿Y qué actitud va usted a tomar al respecto?

–Voy a responderle educadamente que no me será posible interrumpir mi trabajo para ir a recoger cartas a vuelta de correo, o que voy a ir de viaje, simplemente.

Ahora bien, el libro de Pierre Borel me informa que la correspondencia intercambiada entre Maupassant y Marie Bashkirtseff no había interrumpido sus relaciones. « Marie dijo él, tras haber sido ofendido en su orgullo, no había visto allí más que un simple devaneo.»

Ahora, he aquí al novelista transportado a Niza, visitando a Marie, cuyo rostro ya lleva la impronta del mal que la va a matar. Por su parte, Maupassant preocupa a los que lo rodean. Se podría decir que esta visita casi reviste el carácter de una entrevista in extremis.

«Marie está sentada en su jardín, no espera a nadie. El crujido de unos pasos sobre la grava del sendero le hace levantar la cabeza; percibe al hombre que viene y de inmediato lo reconoce.»

Guy de Maupassant y Marie charlan en ese jardín, cerca de ese rosal de rosas rojas plantadas por ella. ¿Qué se dicen? Ni el uno ni el otros nos han confiado ese secreto, nos dice Pierre Borel: al día siguiente, la joven escribe a una de sus amigas:

«Por fin lo he visto, y he olvidado por completo la desagradable impresión de sus cartas. Me ha encantado, pero sus ojos me han parecido inquietantes. Bellos y profundos ojos, pero en ciertos momentos de una extraña intensidad.» Por su parte, esa misma noche, regresando de Cannes, Guy declara a su fiel servidor que considera su amistad por Marie Bashkirtseff como algo muy serio.

Nunca sabremos más. Leyendo a Pierre Borel, he recordado este encuentro con Maupassant, y he concluido que, a pesar de su amenaza, había debido prolongar su correspondencia con la joven y novelesca rusa, y que esos dos seres extraños y encantadores habían encontrado, sin duda, un tema de graciosa entente.

A decir verdad, ese romance esbozados se interrumpió para finalizar ahí – Maupassant comenzando a sentir los primeros síntomas de la terrible crisis que pronto debería oscurecer su razón.

Conocí a Maupassant en 1877, en la redacción de la République des Lettres, revista parisina fundada por Catulle Mendès, y en la que él había publicado Au Bord de l’eau y La Dernière Escapade, poemas realistas que había firmado bajo el pesudónimo de Guy de Valmont, y cuya critica, sorprendida y encantada, había apreciado un estilo robusto y una sana inspiración.

Esta revista literaria, que por aquel entonces publicaba L’Assommoir, de Zola – de la que Le Bien public, encabezado por sus abonados, se había visto obligado a interrumpir la publicación – vivía en una planta baja del nº 2 de la calle de Châteaudun, en un pequeño apartamento alquilado por Richard Lesclide, antiguo secretario de Victor Hugo, convertido en editor. Yo acababa de suceder a mi muy lamentado amigo Henry Roujon en las funciones de secretario de redacción, al estar este nuevamente vinculado al gabinete de Bardoux, ministro de la instrucciónpública. Fue encontes, un sábado, día en el que aparecía La République des Lettres, cuando vi entrar a Gustave Flaubert seguido de Guy de Maupassant. El autor de Salammbô y de Madame Bovary había acudido a presentar él mismo a su discípulo preferido a Mendès. Flaubert sabía que era seguro encontrar allí ese día a su amigo Ivan Tourgueneve, el apuesto escritor ruso, y a sus apasionados admiradores: Villiers de l’Isle Adam, Léon Cladel, Léon Dierx, Jean Marras, Raoul Ponchon, Adolphe Froger y a la espléndida musa de la casa, Augusta Holmés, todavía muy emocionada por el éxito de Argonautes.

Maupassant estaba entonces de escribiente en el ministerio de la marina – ¡esa cárcel! decía – pero no tardó en ser destinado, con Roujon, al gabinete del ministro Bardoux, bajo la sólida recomendación de Flaubert.

«Nunca, – nos dijo Henry Roujon en su Galerie des Bustes – estuvo mejor, para alegría de algunos íntimos, que en esos años de 1878 y 1879 donde, aún desconocido, meditaba, se documentaba sobre la vida y trazaba su camino. Se adivinaba en él una ambición paciente, pero decidida, una tranquila confianza en su fuerza. Su ideal era limitado y preciso: «conseguir escribir bien». Escribir bien le resultaba el bien supremo.»

Luego apareció un libro sensacional: Les Soirées de Médan, donde Boule de Suif, el relato de Maupassant, se impuso como un éxito triunfal. Del día a la mañana, Guy fue célebre, y algunos meses después, dejaba el ministerio para entrar en un periódico con un contrato bastante ventajoso para permitirle vivir libremente. Por fin se encontraba protegido de toda preocupación material.

Sin embargo, como buen normando, tuvo la prudencia de solicitar un permiso por un año con la facultad de reincorporarse al ministerio en caso de necesidad. Xavier Charmes, su director, y nuestro amigo Roujon se encargaron de presentar la petición del autor de Boule de Suif al ministro, que entonces era Jules Ferry, y Guy de Maupassant, entregado a sí mismo, pudo así convertirse en uno de los mejores escritores de nuestros tiempos.

«Feliz, célebre, afortunado, – nos dice Henry Roujon – Maupassant siguió siendo el buen compañero de los años de aprendizaje. Jamás olvidaré la tarde en la que me hizo partícipe de los últimos momentos de la muerte y de los funerales de Flaubert. ¡Qué sencillo y doloroso era su relato! Había lavado con sus manos el cuerpo de su maestro, y presidido los actos de vestirlo, sin frases, sin pose, sin gritos, sin llantos, con el corazón inundado de respeto. Lo quería filialmente.»

Cuando la République des Lettres dejó de aparecer, yo veía a Guy de Maupassant en casa de Nina de Villard donde se reunían, los miércoles y domingos, Méndès y sus antiguos colaboradores, y en el domicilio de la condesa de Fleury, de soltera Hamilton, donde Jean Cabaner, músico excéntrico, inefable bohemio, nos había presentado. Allí encontrábamos a Charles Cros y a su hermano, el doctor Antoine Cros, que se había creado una clientela curando a las mujeres con perfumes, lo que seguramente era la terapéutica más amable y elegante.

Un jueves, en la cena, presidida por el conde de Fleury, nos encontramos allí a Emili Goudeau, Chopin d’Arnouville, Portalis y a varias mujeres de intelecto admiradas bajo el Imperio. Esa noche Maupassant estaba radiante y mostraba alguna exaltación: según nos dijo, acababa de descubrir a Herber Spencer, el filósofo inglés del que aún no había leído nada; pero como los demás invitados no prestaban más que un oído distraído a las entusiastas palabras de Maupassant, tomamos el camino de Mabille.

Poco tiempo después, supimos que el conde de Fleury, realizando un crucero a bordo del Grand-Casimir, yate que pertenecía al príncipe Radziwil, había caído al agua y se había ahogado. Enviamos nuestras condolencias que marcaron el fin de nuestra relación con el salón de la avenida Montaige.

Guy de Maupassant, que tenía aspecto de un robusto muchacho, no tenía nada de romántico. Tenía el rostro redondo, cortado por un bigote casi pelirrojo, sus ojos eran castaños estriados de gris. Su complexión era correcta, sin nada especial. En esa época, él se burlaba de los esnobs y no daba importancia en absoluto a la elegancia. Siempre lo veía con una chaqueta oscura y con un pantalón gris, rayado o a cuadros, y tocado con un sombrero duro en forma de melón. Era el mejor muchacho del mundo, siempre jovial, teniendo una buena historia que contar. Fue sobre todo en ese salón de la calle de los Moines, en casa de Nina de Villard – salón del que hablaré más tarde, aunque solo sea para darle el lugar que merece en la memoria de los hombres de letras – cuando lo vi más natural, más expansivo, cuando acudía allí en compañía de Yvan Tourguenev, el gran amigo de Flaubert que lo había conocido siendo niño.

Transcurrieron los años, Maupassant había publicado sus obras más brillantes, y, aupado por la celebridad, era ahora solicitado por una sociedad más brillante.

Luego la salud de Maupassant se alteró. Habia publicado Le Horla, cuento inquietante. En sus cartas – que hoy se pagan a precio de oro – se quejaba sin cesar de su estómago, no podía cenar fuera de casa. « Estoy muy mal – me escribía – y no ceno nunca fuera de casa, mi estómago me hace pagar, durante cinco o seis días de sufrimiento, toda infracción a esta severa regla. Me he hecho aplicar ayer unas sanguijuelas y vuelvo a aplicármelas esta mañana. Espero que me encuentre ya en buen estado.»

Tras haber leído esta carta, fui a visitarlo a la calle Montchanin, en ese pequeño palacete que compartía con un pariente. Lo encontré sentado ante su escritorio, en bata gris, con los pies en unas pantuflas del mismo color. Se quejaba, no solamente de su estómago, sino también de sus ojos que le hacían sufrir como si en ellos rodasen granos de arena. «Después de todo,– añadió con tono decidido–, el día en el que me sienta impotente para pensar y producir, me haré saltar la tapa de los sesos.»

–Usted no llegará a eso. – le dije yo, dolorosamente sorprendido y no pudiendo prever que el hombre vigoroso que tenía ante mí estaba destinado a desparecer tan trágicamente en un acceso de locura.

Luego, indiferente y cansado, me habló de la «cinta roja» que se la concederían muy gustosamente si él expresaba su aceptación, pero no la quería en absoluto.

–Ocurre otro tanto con la Academia – me dijo – El otro día, Alexandre Dumas, siempre benevolente, me aconsejaba presentar mi candidatura, afirmando que tenía grandes posibilidades de verla triunfar.

»No haré nada de eso. ¿Es rentable? No, entonces para qué hacer treinta visitas desagradables…»

Un año más tarde, lo vi paseando por el bulevar Haussmann, delante de la Capilla expiatoria. Estaba en frac, corbata blanca, sombrero de seda y el cuello de su abrigo gris ligeramente levantado.

Antes de abordarlo, me pareció que gesticulaba y hablaba a personajes imaginarios. Quedé penosamente impresionado. Me dijo que salía del taller de un amigo, un célebre escultor, cuyas manos eran enormes y que esculpía, con un arte precioso, objetos muy pequeños. Estaba alucinado, y siempre veía ante él esas manos gigantes manipulando cosas minúsculas y frágiles. Dieron las ocho en San Agustín, quise llevarlo a casa de unos amigos comunes que habrían estado encantados de volver a verlo. «No cenaré esta noche antes de las nueve, me dijo, y me paseo esperando el apetito.»

Nos separamos y no lo volví a ver hasta tiempo después, en Passy, en la residencia del doctor Blanche, donde fuimos, nuestro editor y yo, a estrecharle las manos por última vez.

Maupassant estaba sentado, envuelto en un sueter, el rostro deshecho, los ojos vagos. Visión dolorosa, de pesadilla, inolvidable. No fue dicha ni una palabra. Y, silenciosamente, nos alejamos con el corazón roto.

Había transcurrido una semana desde la muerte de Guy de Maupassant, cuando fui a hacer una visita a Alexandre Dumas, que por aquel entonces era mi vecino. Hablamos del pobre demente. Le repetí lo que me había confiado respecto a su rechazo a presentarse a la Academia, y le recordé su amable y halagadora promesa de intervenir en su favor.

Dumas me interrumpió: « Ahora, me dijo, voy a contarle de principio a fin, mi rol en este asunto. Yo había invitado a Maupassant a almorzar en casa Durand, con la esperanza de obtener su candidatura para la Academia. Pero apenas hube pronunciado una frase, Maupassant, con la frente súbitamente carmesí, me detuvo: «Jamás consentiré, dijo, formar parte de una asociación literaria de la que mi maestro y gran amigo, Gustave Flaubert, no fue miembro.» Esta vez perdí la paciencia, y pensando en Salammbô:

»–Déjeme tranquilo con su Flaubert – exclamé – Flaubert era un leñador que abatía un bosque entero para construir un cofre.»

Maupassant protestó, sonrió, y ya no se volvió a hablar de candidaturas. Alexandre Dumas había acompañado ese comentario con esa buena y amplia risa que aquellos que lo conocieron no pueden haber olvidado.

Hoy, las obras de Maupassant, tras haber sido injustamente relegadas, resurgen de nuevo. Se disputan las ediciones originales, y sus manuscritos alcanzan fabulosas cifras, el Sr. Noël Charavay os lo dirá.

Ayer, era Pierre Borel quien nos ofrecía un volumen ricamente documentado sobre el destino trágico de Guy de Maupassant; hoy, es Georges Normandy quién nos presenta un Maupassant intime. Se anuncia un periodo de gloria ascendente para el gran escritor, demasiado pronto desaparecido.

 

Baude de Maurceley.

 

Le Figaro. Supplément littéraire du dimanche. 14 de abril de 1928.
Traducción de José M. Ramos González. Enero 2017.