A CABALLO
À Cheval
Publicado en Le Gaulois 14 enero 1883
Aquellas personas vivían pobremente. Los ingresos
del marido eran escasos. Dos niños les habían nacido después de su casamiento;
y las primeras dificultades se habían convertido en una de esas miserias
calladas, encubiertas, vergonzantes, en una miseria de familia noble que
quiere cuando menos mantener su rango.
Hector de
Gribelin había sido educado en una provincia, en la casa solariega de su padre,
por un viejo abate preceptor. No eran ricos, pero iban viviendo, guardando las
apariencias.
Luego, a
los veinte años, se le había buscado un empleo, y entró en un ministerio
estatal, con un sueldo de mil quinientos francos. Había naufragado en ese
escollo como todos los que no se han preparado desde muy pronto para el rudo
combate de la vida, como todos los que ven la existencia a través de una nube,
los que ignoran las dificultades y los medios de superarlas, como todos aquellos
en quienes no se han desarrollado desde la infancia aptitudes especiales, unas
facultades particulares y una recia energía para la lucha; como, en fin, todos
los que no se les ha puesto un arma o una herramienta en la mano.
Sus tres
primeros años de oficina fueron horribles.
Después
encontró a algunos amigos de su familia, gente vieja y poco afortunada también,
que vivían en las calles nobles, en esas tristes calles del arrabal de
Saint-Germain, y se había hecho un circulo de amistades.
Ajenos a
la vida moderna, los humildes y aristócratas indigentes habitaban los pisos más
altos de esas casas que parecen pertenecer a otros tiempos. Los inquilinos de
esas viviendas de arriba abajo, todos tenían título nobiliario; pero el dinero
era tan raro en el primer piso como en el sexto.
Los
eternos prejuicios, la preocupación del rango y la inquietud por no descender,
obsesionaba a esas familias, antaño brillantes y arruinadas hoy por la inactividad de los homhres. Hector de Gribelin
encontró en ese ambiente a una joven, noble y
pobre como él, y se casó con ella.
Tuvieron
dos hijos en cuatro años.
***
Durante otros cuatro años, este matrimonio, hostigado por la miseria, no conoció más distracciones que el paseo del domingo por los Campos Eliseos y un par de veces el teatro, en dos noches del invierno, gracias a unas entradas de favor regaladas por un colega.
Mas he aquí que hacia la
primavera, su jefe le confió un trabajo suplementario, por el que recibió una
gratificación extraordinaria de trescientos francos.
Al entregarle el dinero,
le dijo a su mujer:
—Mi querida Henriette,
tenemos que celebrarlo con algo, por ejemplo, una jira al campo con los niños.
Y después de una larga
discusión, decidieron que se irían a comer al campo.
—¡Bueno. — exclamó
Hector— por una vez...! Alquilaremos un coche para ti, los niños y la
doncella, y yo llevaré un caballo del picadero. Eso me sentará bien.
Y durante toda la semana
no sé habló más que de la proyectada excursión.
Todas las tardes, al
volver de la oficina, Hector cogía a su hijo mayor, lo ponía a horcajadas sobre
su pierna Y, haciéndole saltar con todas sus fuerzas, le decía:
—Así galopará papá el
próximo domingo, por el paseo.
Y todos los días el
chico cabalgaba sobre las sillas y las arrastraba alrededor de la habitación,
gritando:
—Este es papá a caballo.
Y hasta la doncella
miraba al señor con ojos asombrados, pensando que iría a caballo, al lado del
coche; y en todas las comidas, le oía hablar de equitación y contar sus éxitos
de otro tiempo, en casa de sus padres. ¡ Oh!, él había ido a una buena escuela,
y una vez que tuviera al caballo entre sus piernas, no temería nada, ¡pero que
nada!
Repetía a su mujer,
frotándose las manos:
—Si me dieran un caballo
algo difícil, estaría encantado. Verás cómo lo monto; y si quieres volveremos
por los Campos Eliseos a la hora del regreso del Bois. Como tendremos
muy buena facha, me gustaría encontrarme con alguien del ministerio. No es
preciso más para hacerse respetar de sus jefes.
El día señalado,
llegaron al mismo tiempo ante la puerta el coche y el caballo. Bajó en seguida
para examinar su montura. Se había hecho coser unas trabillas en el pantalón, y
manejaba una fusta comprada la víspera.
Levantó y palpó una tras
otra las cuatro patas del animal, le tanteó el cuello, los lomos, los corvejones,
experimentó con el dedo los riñones, le abrió la boca, examinó sus dientes,
dictaminó su edad, y cuando bajó toda la familia, les dio breve curso teórico y
práctico sobre el caballo en general y, en particular, sobre aquél, que reputó excelente.
Cuando todos estuvieron
ya colocados en el coche, comprobó las cinchas de la silla; después.
elevándose sobre un estribo, se dejó caer sobre el animal, que se puso a
caracolear bajo su carga y le faltó muy poco para descabalgar a su jinete.
Hector, alterado,
intentaba calmarlo:
—Vamos, calma, amiguito,
calma.
Luego, cuando el caballo
recobró su tranquilidad y el jinete su aplomo, éste preguntó:
—¿Listos?
Todos respondieron a
una:
—Sí.
Entonces ordenó:
—¡En marcha!
Y la cabalgata partió.
Todas las miradas
estaban pendientes de él. Trotaba a la inglesa, exagerando los rebotes. Apenas
había caído sobre la silla, volvía a rebotar como para subir al espacio. A
menudo parecía dispuesto a echarse sobre la crin del caballo y mantenía los
ojos fijos ante sí, con la cara crispada y las mejillas pálidas.
Su mujer, que tenía
sobre sus rodillas a uno de sus niños, y la doncella, que llevaba al otro, repetían
sin cesar:
—¡Mirad a papá! ¡Mirad a
papá!
Y los dos chiquillos,
excitados por el movimiento, la alegría y el aire puro, iban dando chillidos y
gritos. El caballo, asustado por estos clamores, acabó por tomar el galope, y
mientras el jinete se esforzaba por detenerlo, su sombrero rodó por tierra. El
cochero tuvo que descender de su pescante para recogérselo, y cuando se lo
entregó a Hector, éste se dirigió desde lejos a su mujer:
—¡Vamos, no dejes que
los niños griten así, o harás que me enfade!
Comieron, sentados sobre
la hierba del bosque del Vésinet, las provisiones que habían llevado en sus
cestas.
Aunque el cochero
estuviese al cuidado de los tres caballos, Héctor, a cada momento, se levantaba
para ir a ver si al suyo le faltaba algo, y acariciándole el cuello, le hacía
comer pan, pasteles y azúcar.
—Tiene un trote muy
duro—declaró. Al principio me ha dado unas sacudidas, pero has visto cómo en
seguida me he hecho con él; ahora ya no se asustará.
Y tal como habían
decidido, regresaron por los Campos Eliseos.
Las amplias avenidas
hormigueaban de coches. Y los paseos estaban tan llenos de gente que parecían
dos cintas negras que se desenroscaban desde el arco del Triunfo hasta la plaza
de la Concorde. Un sol espléndido caía sobre todo el mundo, haciendo rebrillar
el charol de las calesas, el acero de los arneses y los pestillos de las
portezuelas.
Una locura de
movimiento, una embriaguez de vida parecía agitar a toda esa muchedumbre, los
carruajes y los animales. Y allá abajo, el obelisco se alzaba envuelto en una
vaporosidad de oro.
En cuanto hubo pasado el
arco del Triunfo, al caballo de Hector le entró repentinamente una agitación y
un ardor nuevos, y enfiló a través de las calles, a un trote vivo, hacia la
cuadra, pese a todas las tentativas de su jinete para apaciguarlo.
El coche se había
quedado atrás, muy atrás; y de pronto, al llegar frente al palacio de la Industria,
el animal, viéndose libre, torció a la derecha y arrancó al galope.
Una mujer vieja, vestida
modestamente, y que llevaba una cofia, atravesaba la calzada, con paso
tranquilo; se hallaba exactamente en medio del camino que traía Hector a todo
correr. Incapaz de dominar su montura, se puso a gritar con todas sus fuerzas:
— ¡Eh, eh, vieja, ésa, eh!
Posiblemente era sorda,
pues continuó apaciblemente su ruta hasta el momento en que, golpeada por el
pecho del caballo, que iba lanzado como una locomotora, fue rodando diez pasos
más lejos, con las faldas al aire, después de haber dado tres vueltas de
campana.
Unas voces gritaban:
—¡Detenedlo!
Hector, enloquecido, se
agarraba fuertemente a la crin, gritando:
—¡Socorro!
Una terrible sacudida le
hizo pasar como una bala por encima de las orejas de su corcel y caer en los
brazos de un agente de policía, que se había lanzado a su encuentro.
En un instante se formó
alrededor de él un grupo furioso, gesticulando y vociferando. Sobre todo, un señor viejo, que llevaba una gran
condecoración redonda y tenía unos enormes mostachos blancos, parecía
exasperado:
— ¡ Demonio! —repetía—, cuando se es
tan torpe, se queda uno en su casa! ¡ No se viene a matar a la gente en la
calle cuando no se sabe llevar un caballo!
En seguida aparecieron cuatro hombres que traían a la pobre mujer. Parecía muerta, con su cara amarilla y la cofia de través, toda llena de polvo.
—Llevad a esta mujer a
una farmacia—ordenó el señor viejo—y vamos nosotros a la comisaría de policía.
Hector, entre los dos
agentes, se puso en marcha; otro agente llevaba su caballo, y una multitud le
seguía. De pronto, apareció el coche. Su mujer salió y se abrazó a él
impetuosamente; la criada perdía la cabeza, los chiquitines chillaban
asustados. Le explicó que regresaría enseguida a casa, que había derribado a una
mujer, pero que no era nada; y su familia, trastornada, se alejó.
En la comisaría, la
declaración fue breve. Dió su filiación: “Hector de Grinbelin, empleado en el
ministerio”. Después tuvieron que
esperar a tener noticias de la lesionada. Llegó el agente que había ido a
enterarse La señora se estaba recuperando, pero sufría espantosamente de un
dolor interior, según decía ella. Era una asistenta, de sesenta y cinco años de
edad, y se llamaba madame Simon.
Cuando supo que no había muerto, Hector recobró la esperanza y prometió
sufragar los gastos de su curación. Después corrió a la farmacia.
Había un verdadero
tumulto ante la puerta. La buena mujer derrumbada en un sillón, gemía, con las
manos inertes y la cara embrutecida. Dos médicos la examinaban aún. No tenía
ningún miembro roto, pero se quejaba de una lesión interna.
Hector le habló:
—¿Sufre usted mucho?
—¡0h, sí!
—¿Dónde le duele?
—Aquí, es como si
tuviese un fuego en el estómago.
Un médico se acercó:
—¿Es usted, caballero,
el autor del accidente?
—Sí, señor.
—Hay que enviar a esta mujer a un sanatorio;
conozco uno donde la admitirían por seis francos aldía. ¿Quiere usted que me
encargue de ello?
Hector, encantado, le
dio las gracias y regresó a su casa
aliviado.
Su mujer le esperaba,
deshecha en lágrimas. La tranquilizó:
—No es nada, la señora
Simon está mejor y déntro de tres días estará bien; la he enviado a un sanatorio no es nada.
jNo es nada!
Al día siguient0,
al salir de su oficina fue a enterarse cómo se hallaba madame Simon
La encontró tomándose un substancioso caldo, con semblante satisfecho.
—¿Qué tal?
—¡Oh mi buen
señor!—respondió— esto no cambia. Me siento casi anonadada. No va mejor esto.
El médico declaró que
era preciso esperar, pues podía sobrevenír alguna complicación
Esperó tres días, y
luego volvió. La vieja mujer, que tenía la tez clara y los ojos límpidos, se
puso a gimotear en cuanto lo vio:
—No puedo moverme, mi
buen señor, no puedo. Tengo con esto hasta el fin de mis días.
Hector sintió un
estremecimiento por todo su cuerpo. Le preguntó al médico, que le dijo, echándose
las manos a la cabeza:
—¿Qué quiere usted,
señor? Ni yo mismo lo sé. Aúlla como una condenada cuando intento levantarla.
Ni siquiera se puede cambiar de sitio su sillón sin hacerle lanzar unos gritos
desgarradores. Debo creer lo que me dice, señor; yo no estoy dentro de ella. Y
en tanto que no la haya visto andar, no tengo derecho a suponer que miente.
La vieja escuchaba,
inmóvil y con ojos socarrones.
Pasaron ocho días;
después quince, y luego un mes. Madame Simon
no abandonaba su sillón. Comía de la mañana a la noche, engordaba, charlaba
alegremente con los demás enfermos, parecía estar acostumbrada a la
inmovilidad, como si el reposo hubiese sido bien ganado después de sus
cincuenta años de subir y bajar escaleras, de volver y ahuecar colchones, de
llevar carbón de piso en piso, de dar escobazos y limpiar a golpes de cepillo.
Hector, desesperado, iba
todos los días por el sanatorio. Siempre la encontraba tranquila y serena,
pero le decía:
—No puedo moverme, mi
buen señor, no puedo. Todas las tardes, madame
Gribelin le preguntaba, devorada por la angustia:
—¿Y madame Simon?
Y siempre respondía con
un abatimiento desesperado:
— ¡ No ha cambiado nada, absolutamente
nada!
Tuvieron que despedir a
la criada, pues su salario llegó a ser una carga demasiado pesada. Se
economizó aún más; pero la gratificación se gastó por completo en madame Simon.
Entonces Hector convocó
a cuatro médicos famosos que se reunieron alrededor de la enferma. Se dejó
examinar, tantear, palpar, mirándolos con ojos astutos.
—Hay que hacerle
andar—dijo un médico.
Y ella exclamó:
—¡No puedo, mis buenos
señores, no puedo!
Entonces la cogieron por
los sobacos, la levantaron, y la arrastraron unos pasos; pero se les escurrió
de las manos y se desplomó en el suelo, lanzando unos clamores tan espantosos
que la volvieron a llevar a su asiento con unas precauciones infinitas.
Emitieron una opinión
discreta, pero afirmando, sin embargo, que estaba imposibilitada para el trabajo.
Y cuando Hector llevó
esta noticia a su mujer, ésta se dejó caer sobre una silla, balbuciendo:
—Preferiría tenerla
aquí, nos costaría menos.
— ¡Aquí —replicó indignado—, en
nuestra casa! ¿Tú piensas eso?
Pero ella respondió,
resignada ya a todo, y con lágrimas en los ojos:
—¿Qué quieres, hijo? ¡No
es mía la culpa...!
Guy de Maupassant