UN DILEMA
( Un dilemme )
Publicado en Le Gaulois, el 22 de
noviembre de 1881
He aquí al Sr. Sardou retomando la eterna cuestión del divorcio. Un hombre se
ha casado con una mujer a la que él creía honrada. Ella lo engaña. Él la
sorprende. Entonces ella va arrastrando su nombre de infamia en infamia. Es un
buen motivo para litigar; es además infinitamente respetable y justo. Pero
desde mi punto de vista, debería ser considerado un poco más.
¿ Cuál es la constante razón que rompe las
uniones y motiva la petición del divorcio ? ¡El adulterio, cierto ! Buscar
remedio al efecto producido, en lugar de buscar el remedio antes que el efecto
se produzca, no me parece la demostración de una lógica absoluta. Pero la
realidad es que el divorcio el el medio más indicado, mientras no se sepa cual
habría que utilizar para impedir el adulterio.
Yo no tengo la pretensión de indicar los
procedimientos para que la pareja mantenga una fidelidad constante; me
contentaré con constatar que esta fidelidad, en el actual estado de nuestro
mundo, no es normal.
¡ Me gustaría sin embargo decir algunas cosas
que parecerán inmorales ! Pero las ideas recibidas sobre este aspecto están de
tal modo enraizadas que no se puede reflexionar demasiado sin levantar
polémicas, y de tal modo falsas que ni una puede resistir a un examen serio.
Consideremos en nuestra sociedad, tal como
existe, lo que se llama las « parejas »; entiendo las parejas mundanas. El
matrimonio ha unido a dos seres que se han prometido fidelidad por un juramento
tan serio como los juramentos políticos; y helos aquí rotos, unos al lado de
los otros en este mundo. Es admisible, perfectamente admisible por todos que la
mujer solo está obligada rigurosamente a sus deberes. En cuanto al hombre,
será considerado como un bobo si no continúa, después del matrimonio, como
antes, con su papel de hombre conquistador. Él nunca cesa de ser considerado
como un conquistador.
Yo únicamente indico, tras diez burlas además, esta odiosa anomalía.
Observemos que únicamente la mujer, según la
opinión de todos, debe permanecer fiel al esposo.
¿Permanece fiel en realidad ? Voy a ser lapidado
si respondo: « No » en general. ¡ Perdón, señoras !
Confiésenlo, caballeros, en el mundo el
adulterio, de un lado u otro, es la regla casi constante, y la fidelidad la
excepción. Los hombres estarán equivocados quejándose. Solo los maridos
tienen el derecho de reclamar, pero son ellos los que casi siempre comienzan.
¡Tanto peor para ellos !
¿ Cómo sería sino de otro modo ?
Las muchachas, nuestras muchachas, en su gran
mayoría, son educadas lejos de todo placer, severamente, castamente,
SANTAMENTE, como dice la Señorita Valtesse, con la que yo comparto
completamente sus ideas sobre la educación de la futura compañera del hombre.
Se las entrega, en general, inmaculadas a los felices esposos. Lo contrario es
seguramente muy raro.
Hasta aquí todo va bien; como lo ha proclamado
muy galantemente el inmortal Ponsard, en términos más delicados que yo no
podría componer:
Je trouverais mauvais qu'une fille peu sage |
¡Yo
encontraría mal que una joven poco prudente |
El matrimonio es para ella la emancipación. No se quién ha dado esta
definición tan espiritual: « una mujer de más, un hombre de menos.» - ¿ El
hombre es el de menos ? lo dudo. Pero seguramente la mujer es de más. Ella
entra en circulación, como se dice en el comercio.
Entra en circulación, y la expresión es precisa
desde todos los puntos de vista. Antes, ella no salía, no iba al baile, a los
espectáculos, no bailaba, no recibía los cumplidos, las admiraciones de los
hombres. Vivía recluida. La coquetería le estaba prohibida.
Hela aquí casada, es decir soltada en los
salones. Y ahora, según nuestras leyes, nuestras costumbres, nuestras reglas,
le está permitido ser coqueta, elegante, rodeada, adulada, amada. Es una mujer
del mundo. Es parisina. Es decir que debe ser la seductora, la encantadora, la
ladrona de corazones; que su papel, su único papel, su única ambición de
mundana debe consistir en gustar, en ser bonita, adorable, envidiada por otras
mujeres, idolatrada por los hombres, ¡ por todos los hombres !
¿Acaso no es cierto
esto ? ¿ No es el deber de una mujer turbarnos ? Todos los artificios del
tocador, todas las estrategias de la belleza, todas las habilidades de la moda,
¿ no las consideramos legítimas ? ¿ Qué diríamos de una parisina que no
pretendiese ser la más bella, la más adorada ? ¿ No estamos orgullosos de
ellas, incluso sin ser sus maridos ? ¡ Nos jactamos de su vestuario, celebramos
su gracia, alabamos su coquetería !
Y ustedes, moralistas estúpidos, pretenden que
todos esos esfuerzos caigan en el vacío. ¿ Quieren que esas mujeres pongan
todos sus sentidos, toda su inteligencia, todos sus esfuerzos en el arte de
gustar, para nada ? ¿Quieren que nos embarguen de amor sin perder nunca su
sangre fría, sin ceder nunca a nuestras obsesiones, sin caer jamás en nuestros
brazos desesperadamente extendidos ? Pero, que brutos son ustedes, ¡ oh
predicadores de la fidelidad matrimonial !, entonces habría que suprimir del
mundo a la parisina tal como la ha hecho la civilización, y no admitir más que
a la mujer del hogar, la mujer siempre ocupada de los cuidados de la pareja,
siempre en casa lavando a los niños, haciendo la colada, y simplemente vestida
y modesta como una ingenua.
¡ Eso sería de su gusto, seguramente, una
sociedad que no tuviese otras mujeres !
Salgan de ese dilema: ¿ la mujer del mundo ha,
según nuestras ideas, recibido la misión de gustar a los hombres ? Entonces no
se puede pretender que no se queme nunca en ese fuego que ella enciende sin
cesar.
¿Tiene por misión el puchero y el hogar ?
Entonces no la fomenten a la coquetería, que es el encanto de los salones.
No emplearé los argumentos filosóficos para
establecer que la más exorbitante de nuestras pretensiones es la de poseer una
mujer para uno solo.
Se podría sin embargo razonar así, no sin
justicia:
El derecho exclusivo de propiedad ejercido sobre
un ser igual a nosotros constituye una especie de esclavitud, destruyendo en
parte el libre arbitrio de ese ser, atentando en todo caso de un modo flagrante
a la integridad de su libertad. Ahora bien, y creo en la Señorita Louis Michel
y nuestros inmortales principios, la libertad es el primero de los bienes, el
más sagrado, el más inviolable, etc. Paso.
Otro argumento me llega infinitamente más.
Viene de lejos y no es menos bueno.
Yo respeto el código Napoléon, que sin embargo
no lo merece demasiado en muchos aspectos; pero es otro código, no desprovisto
igualmente de sensatez, que nos ha conservado un cierto André le Cahpelain del
que pocas personas guardan hoy recuerdo.
Ese código tiene por título el « Código de
amor ». Data del siglo XII. Es necesario en parte por su edad de lo que se llama
la tradición. Pertenece a la sabiduría de las naciones.
He recogido de allí esto:
Alguien - un esposo tal vez - habiendo planteado
esta cuestión: « ¿ Puede el amor existir entre personas casadas ? », he
aquí el juicio que hizo la condesa de Champagne:
« Decimos y aseguramos por la cantidad de los
presentes que el amor no puede extender sus derechos sobre dos personas casadas.
En efecto, los amantes se conceden todo mutuamente y gratuitamente, sin
estar obligados por ningún motivo de necesidad, mientras que los esposos lo
hacen por deber de cumplir recíprocamente sus voluntades y de no negar nada los
unos a los otros...
« Que este juicio, que hemos planteado con
extrema prudencia, y según la opinión de un gran número de otras damas, sea
para usted una verdad constante e irrefutable.
«Así estimado en el año 1174, el tercer día
de las calendas de mayo. Indicación VII.»
Y verdaderamente, con la mano en el corazón, ¿
no tiene un poco de razón esta mujer ? ¿ No es también una verdad constante e
irrefutable que se hace de buen grado y mejor aquello a lo que no se está
obligado a hacer ? ¿ El matrimonio no puede estar clasificado en la categoría
de los trabajos forzados ? ¿ Pero entonces ?... Entonces, yo no tengo nada más
que añadir, dejando a cada uno llegar a las conclusiones que quiera.
Sin embargo diré todavía algunas cosas más.
Pasada la luna de miel, el amor en el matrimonio se vuelve casi siempre
imposible, ¿ no es así ? En todo caso, es raro, muy raro. Pero el amor fuera
del matrimonio es un crimen, según la ley. Entonces hay que renunciar al amor,
que la naturaleza aconseja todavía bien frecuentemente, o bien cometer una
falta que condena la moral humana. ¿ Qué hacer ? ¿ Desobedecer a la
naturaleza o a la ley ? ¿ No casarse, dirá usted ?... Es bueno para el hombre;
pero la mujer, en este caso, se encuentra fuera de las convenciones sociales y
señalada con el índice por la sociedad.
Solamente queda una única solución. Aquella que
aconseja la infame hipocresía: salvar las apariencias.
Esto no me satisface, y me gustaría tener sobre
este punto la opinión de una mujer, de una mujer sincera y sin demasiados
prejuicios.
Si me atreviese, solicitaría la opinión de la
Señorita Hubertine Auclert.
22 de noviembre de 1881
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre