LA PISTOLA
( Le pistolet )
Prólogo al libro Les Tireurs au Pistolet, por le Baron de Vaux, Paris, C. Marpon et E. Flammarion, 1883
Dando por hecho que
el egoísmo es el origen de toda pasión y de todo placer, no existe mayor
satisfacción para un hombre que experimentar su superioridad sobre los demás.
Pero es de destacar que uno está, en general, infinitamente más orgulloso de las
superioridades físicas que de las morales.
Existe en Paris un ejercito de artistas de gran
valor, a quiénes su arte parece casi indiferente, que no hablan mucho de ello y
parecen considerarlo como una simple profesión; mientras que uno no puede
charlar diez minutos con ellos sin que celebren su fuerza y su destreza. Unos
levantan pesas; otros practican esgrima; aquellos boxean o hacen piruetas sobre
unos trapecios como unos gimnastas; desde que usted les ha sido presentado, le
hacen tantear obstinadamente sus bíceps, o caminan sobre las manos alrededor de
usted, haciendo de este modo muy difícil toda conversación.
Se podría incluso establecer una especie de
clasificación siguiendo los oficios. A los pintores, en general, les gusta la
espada y la practican con éxito, a imitación sin duda del Sr. Carolus Duran; los
escultores son personas de fuerza, que prefieren la halterofilia, las barras
paralelas y los trapecios.
Tan pronto como en la calle un coche cargado de
piedras o un ómnibus lleno de personas permanecen inmóviles en alguna cuesta
dificil, a pesar del esfuerzo de los caballos, se ve de repente salir de la
multitud algún caballero muy elegante que se aproxima con aspecto tranquilo y
agarra la rueda con gracia: y el coche de inmediato se pone en marcha, mientras
que el salvador se pierde en medio de los estupefactos espectadores. Este
hombre, ese caballero errante de las carretas atascadas, es casi siempre un
escultor; y tiene más orgullo en el corazón, más íntima y profunda alegría, más
vanidosa satisfacción en el alma por el ómnibus que ha puesto en marcha que por
todos los legítimos éxitos ganados a golpe de cincel y de talento.
También tengamos cuidado cuando el azar nos pone
en relación con algún artista cuyas costumbres nos son desconocidas. Seamos
prudentes y circunspectos; no hablemos nunca de boxeo si no queremos recibir en
la nariz algún formidable embate que nos muestre un golpe imparable al mismo
tiempo que la potencia muscular de nuestro nuevo conocido.
No pronunciemos nunca la palabra « bastón », si
no queremos ver a nuestro compañero apoderarse de inmediato del nuestro y
explicarnos unos sabios ataques que arrojan al arroyo nuestro sombrero
desfondado y nos hacen llover sobre el cráneo, a pesar de nuestros brazos
extendidos, una lluvia de dolorosos golpes.
Ahora bien, de todos
los ejercicios de destreza, no hay mas que uno inocente, privado de todos esos
inconvenientes, uno solo que no se puede ejercer contra el inofensivo
espectador. Se trata de la pistola. Y he aquí porque debe ser puesto
indudablemente en primer lugar.
Pero tiene todavía otras ventajas. Del mismo modo
que la esgrima exige un estudio paciente, una rara habilidad, la pistola da, más
que cualquier otro, la alegría de la dificultad superada, la sensación de la
destreza triunfante; no exige ni contrario, ni profesor, ni cambiarse de traje,
ni movimientos desordenados; en fin, como está clasificado entre los ejercicios
higiénicos, es practicado por el recién llegado.
Todo el mundo hoy se desarticula la muñeca
practicando sus golpes; todo el mundo se agita, suda y abotona unos pecheras de
uniforme, desde el yerno del Sr. Grévy hasta el hijo del marchante de vinos de
la esquina. La esgrima ha caído en lo ordinario.
El arte de pinchar un brazo es practicado por
todos. Los unos no ven allí mas que un procedimientos para bajar las grasas;
otros se preparan una reputación de coraje a buena marcha. No hablo de los
verdaderos aficionados, que aman la espada por la espada, el arte por el arte,
como hace el autor de este libro.
Pero la pistola es y seguirá siendo un deporte de
élite, amado solamente por unos pocos. No adelgaza, no hace digerir, no hace
aplaudir a aquellos que lo practican, tal y como son aclamados los tiradores de
florete en unas salas llenas de aficionados; y presenta, en caso de duelo, unos
peligros que hacen a menudo amilanarse a hombres de una valentía incuestionable,
dispuestos a batirse a espada por un sí o por un no.
Y puesto que hoy no se habla más que de duelos,
como en los mejores tiempos de la Caballería, en los tiempos donde los nobles
señores no sabían firmar su nombre; puesto que el duelo es una necesidad
estúpida impuesta por la tontería humana, proclamamos que en nuestra época, un
único tipo de duelo es lógico, el duelo a pistola.
Parecería que hoy el
duelo no debiese existir que fuese solo un recuerdo, como los derechos feudales
y las costumbres brutales de nuestros antepasados. Es el único, de todos los
viejos hábitos no razonables, que ha persistido hasta nosotros.
Batirse con un hombre porque no es de nuestra
misma opinión, porque nos ha arrojado unas palabras ofensivas, es ya un acto
estúpido.
Pero ir al prado, como se dice, sin cólera y sin
deseo de venganza, únicamente para satisfacer un antiguo prejuicio, con el único
deseo de hacer un pequeño agujero en la piel del adversario y un verdadero temor
de matarlo, con la intención formal, compartida por los testigos, de que el
combate será benigno, inofensivo, correcto, eso pasa los límites de la
ingenuidad permitida. Cuando un hombre os ha insultado violentamente, ha
ultrajado a aquellos que usted ama, o simplemente cuando un odio profundo,
invencible, existe entre usted y él; cuando vuestras dos existencias se
tropiezan en todo momento, se estorban y reencuentran sin cesar; cuando la ley
es impotente, la justicia desarmada, el Derecho inaplicable, entonces el duelo
se convierte al menos en comprensible.
Pero como es, en todo caso, una patada a la justicia y
a la lógica, y una llamada a la suerte del ciego, debería guardar ante todo,
parece, su carácter de juicio divino, es decir de juicio del único azar que
nosotros tenemos la libertad de suponer providencial.
La menor desigualdad de suertes hace entonces de
esta justicia de aventura la más monstruosa de las injusticias, y solo la
imposibilidad de saber por adelantado quién será el vencedor hace
aceptable este acto de barbarie.
Antaño, cuando cada uno practicaba la espada y la
llevaba consigo, como se lleva hoy un bastón en la mano, el hábito cotidiano de
las armas hacía más o menos iguales, ante el duelo, a todos los hombres en
situación de batirse. Hoy los hombres llamados deportistas son completamente los
únicos en frecuentar las salas de armas. Los hombres que trabajan no
tienen ni demasiado tiempo ni el deseo de evadirse cada mañana de su mesa de
trabajo, o de su oficina, o de su laboratorio para ir a mojar las camisas de
franela. Existe pues una desigualdad indiscutible entre unos y otros y una
inferioridad absoluta de aquél que, nacido pobre o acosado toda su vida por una
única preocupación de trabajo, de ciencia o de arte, se encuentra insultado por
un joven rico cuyos ocios constantes lo han hecho diestro en la esgrima.
Esta desigualdad no puede ser en parte sustituida
más que por una arma que no exija largos y pacientes estudios, una arma fácil en
todas las manos.
La pistola cumple completamente estos requisitos.
Con ella, de entrada, desaparece la desventaja de la vejez, de la obesidad, del
zurdo, de las taras físicas.
Se objetará que un buen tirador matará a su
adversario al primer disparo. No es así, porque son raros, muy raros, aquellos
que afrontan sin un latido el agujero negro de donde va a salir una bala, y un
simple latido basta para desviar un milímetro el extremo del cañón, y un
milímetro en el extremo del cañón produce una desviación de un metro a corta
distancia. Hablo de esto ignorándolo además, no habiendo tirado más que por
gusto; pero no pienso ser refutado, ni incluso por el autor de este libro que en
tres ocasiones ya, se ha encontrado de frente ante la pistola de un adversario.
Basta, leer los procesos verbales de encuentros
sin resultados entre tiradores expertos para convencerse que el azar es el
verdadero juez de los duelos a pistola.
Desde otro punto de vista, es un arma muy cómoda
de manejar y extremadamente difícil de practicar a la perfección. Proporciona
más que cualquier ejercicio la conciencia de la destreza, la satisfacción de la
proeza cumplida.
¡ Y cuantos tiradores maravillosos en los tiros
públicos son mediocres al aire libre ! Aquel que destroza a tiros una boquilla
de pipa no matará ni un pájaro sobre una rama, porque hay que tirar en el aire.
Aquel que acierte a un hilo blanco, a diez metros, con un simple Flobert, no
acertara a un hilo oblicuo, a menos de ejercerse de nuevo, y mucho tiempo, y
pacientemente. Y se tiene, cuando se llega a tirar verdaderamente con destreza,
una singular sensación del espíritu y una especie de alegría de la mano, una
sensación de triunfo íntimo, esta sensación y esta alegría nerviosas, finas y
deliciosas que deben experimentar los malabaristas.
1883
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre